miércoles, 18 de julio de 2012

RELATO VII (V)

Entrada Original, Sábado, 2 de Abril del 2011

II


La fiesta ha sido todo un éxito. En un principio iba a ser un acto benéfico para los niños peruanos, y poder construir una escuela, pero por culpa de la burocracia no se pudo hacer, ya que los papeles necesarios, no se cumplimentaron, según ellos, a su debido tiempo. La ONG y la casa de subastas, los que se iban a encargar de los preparativos protestaron con todas sus fuerzas para poder conseguir la licencia, pero no pudo ser. Tuve que anular el pedido, las invitaciones a gente importante, entre ellos famosos, y la orquesta que había encargado para tal ocasión; eso sí, me personé a las oficinas para poder solicitarlo personalmente, y con rabia e impotencia, tramité los papeles para realizarlo en otro mes. Lo haré después de un viaje que tengo previsto, con tiempo, para poder avisar a todo el mundo, y organizar la gran subasta para esos pobres niños; sé que necesitaré ayudara, pero tendrá que estar todo preparado para la fecha que los burócratas me quieran dar.


Pero antes de ese gran día, quise hacer una cena intima en mi casa. Nuevamente mande nuevas tarjetas de invitaciones, más simples y menos elegantes que las anteriores. La lista de invitados, naturalmente iba a ser algo más reducida, pero importante para mí. Iba a venir gente de la alta sociedad, y así poder contarles mi gran proyecto. A los criados le puse sobre aviso para que preparasen los platos más suculentos, pero a la vez sencillos; les hice limpiar la cubertería de plata, sacar los vasos de cristal fino, adornar toda la mansión, y hacer otras tareas para la ocasión, que a mi parecer me parecían oportunas. Todo iba sobre ruedas, y eso me ocasionó una ilusión fascinante. Iba supervisando todo lo que iba encargando al dedillo. Tenía que estar todo perfecto, y no podía haber ningún error. Sinceramente, siempre me sentía orgullosa de todos tipos de fiestas que organizaba en mi gran mansión. Desde que la heredé, de un familiar que casi a penas conocí, un tío abuelo que se fue a vivir a Caracas, organizaba unas fiestas esplendidas, y ahora son las más importantes de la ciudad. No lo digo yo, sino las revistas especializadas en temas de sociedad. Esto, me enorgullece y por este motivo, encargo todo con antelación, y lo superviso con lupa para que no se me escape ningún detalle.


Sobre las invitaciones, está vez fue algo diferente; tras mirar una por una, que estuvieran bien impresas, las envié por correo urgente, ya que necesitaba saber los invitados exactos para preparar los platos necesarios, y al gusto de los invitados. Sí, soy meticulosa, pero me gusta controlarlo todo. Poco a poco fui recibiendo las confirmaciones de mis amigos. Naturalmente había puesto una fecha de recepción de llamadas, para dar tiempo a todo el mundo. Saber quiénes iban a venir, y quienes no. Mi secretaria particular, me echaba una mano, pero casi todo lo hice yo. Algunos invitados, me daban explicaciones exactas y precisas por los motivos que no podían asistir. Era una fecha justa para la mayoría, aunque en la llamada aprovechaba para indicarles que en un tiempo breve, iba hacer una gran subasta. En esta ocasión, no quise dejar la oportunidad para invitar al alcalde, pero tampoco pudo venir. Los demás, aceptaron con gusto a la gran invitación, cita previa, para la subasta, aunque a la fiesta de aquella noche, no todos pudieron venir; era época de muchos viajes de negocios. No me sentó mal, para nada, lo entendía perfectamente.


Una vez terminada la lista definitiva, observé los nombres con detenimiento, para poder prepararles sus platos preferidos, llevándome una gran sorpresa: Pablo iba asistir. No entendí y sigo sin entender, el motivo de su aceptación. La verdad, que lo había invitado por cortesía e imaginando que no iba aceptar la invitación. No sé sus razones, pero lo había hecho. Me arrepentí de haberlo invitado, pero no podía echarme atrás. Siento rabia e impotencia… más que rabia al leer su nombre entre los invitados, ¿pero qué podía hacer en ese momento? Nada en absoluto.


Él para mí había sido un hombre importante en mi vida. Le ame con locura, con ternura, con puros sentimientos, con toda mi alma, mi corazón. Me enamoré de él por su forma de ser. Al principio era tan atento, interesante, detallista, inteligente y siempre estaba de buen humor. Cuando tenía un problema importante o no sabía cómo resolver algunos asuntos, siempre estaba él para apoyarme, para animarme; me mimaba demasiado y eso siempre era de agradecer. Tras la muerte de mi madre, fue el mejor apoyo que pude tener. Me obligó a comer, a salir, a pasear, y a intentar olvidarme de cosas que pertenecen a mi pasado. Por eso lo ame. Pero poco a poco, sin saber porque, cambio. Se volvió posesivo, obsesivo, incluso a veces agresivo; cambiaba de humor constantemente, sin motivos aparentes. Pero yo continué con él porque le amaba de verdad. Cada día que pasaba, iba a peor; se obsesionó de forma exagerada con un tema que no quería explicarle; era uno de mis mayores secretos. María y yo durante una buena temporada fuimos amantes, novias, amigas; una de las mejores relaciones que he tenido. Que yo sepa nadie lo supo; ella no quería gritarlo a los cuatro vientos y yo preferí mantenerla a ella, antes de poder gritar que la amaba. Nos veíamos a escondidas, incluso en mi mansión. Para mí ella fue una mujer muy importante y decidimos mantener la relación en secreto. Nunca más he estado con ninguna otra mujer; a ella la conocí en un pequeño pueblo de Francia, en uno de los caminos que solía recorrer con mi vieja bicicleta.


Al principio, tras los cambios de humor de Pablo, no quise darle importancia, pero cada día la relación empeoraba por su forma de ser. Había cambiado tanto que llego asustarme; le observaba en silencio para ver su terrible transformación. Le vi incluso espiarme, registrando mis cosas, en mis armarios, por el salón, en los cajones de lugares insospechados… no sé lo que buscaba, lo que deseaba encontrar. Nada, porque no tenía nada que esconder, ni en aquel momento, ni ahora. Incluso, en muchas ocasiones intentó abrir la habitación donde nos encontrábamos furtivamente María y yo; con llaves, que vete a saber donde las encontraba. Intentaba oír mis conversaciones privadas, intentaba controlar mis salidas, mis entradas, mis amigos, mis fiestas… me ahogaba en llantos por él, porque le amé con locura, pero María se cruzo en mi camino y sinceramente le dejé de amar. La verdad, que me hizo daño, me hizo sufrir como nadie lo había hecho… era un sin vivir, que me descontroló por completo.


Antes de todo esto, habíamos tenido una relación perfecta; Marcos me acababa de dejar, y yo no tenía ganas de nada, pero Pablo, la verdad, que me ayudó a superar los malos momentos; mis fiestas también fue una gran terapia, y sin darme cuenta, poco a poco, me fui enamorando de él; empecemos a salir, como dos adolescentes, y como si lo fuéramos, tuvimos nuestras peleas, con sus reconciliaciones; eran peleas normales, pero luego fueron insufribles. Es cierto que yo ya no estaba enamorado de él, y que María se convirtió en mi amante, pero todo esto lo provocó él. Entre nosotros la relación estaba muerta, cara a la galería, seguía latiendo.


A María la invité porque ansiaba verla, aunque creía que no iba aceptar. Ya no éramos amantes, sin saber muy bien porque nuestra relación se había ido enfriando y una tarde, de otoño, viniendo de casa de Teresa, encontré una nota en nuestra habitación preferida. Me dejaba porque había conocido a un hombre. Recordando todo esto, me doy cuenta que no he tenido suerte en el amor.


El ver que había aceptado la invitación, me hizo recordar como la había conocido. Aunque de eso hace ya tiempo, lo recordaba como si fuera ayer… me había ido a la casa de campo, a las afueras de Paris, un pueblo increíble de Francia. Pablo estaba en Nueva York, por asuntos de trabajo, y nuestra relación no pasaba por buenos momentos. Sus cambios de humor ya habían comenzado, y a tratarme de manera diferente. Su viaje, me vino de perlas, para poder encontrarme a mí misma. Después de los últimos acontecimientos, necesitaba estar sola y controlar mi vida; una vez que llegué a la villa, la señora Pierre me ayudo a instalarme. Lo primero que hice, fue llamar a Pablo; no sé porque lo hice, pero cogí el auricular, con nervios, pensando que ojala no cogiera mi llamada; tuve esa suerte.


Los primeros días los pasé completamente sola, y tras dos semanas y media, me puse en contacto con dos viejas amigas de París. Ya necesitaba salir, airearme, respirar aire nuevo y coger fuerzas para cuando regresara a la mansión. Necesitaba hablar del tema, pero no con gente conocida. Me apetecía sentarme en cualquier banco y soltar todo lo que me ocurría. Aunque sabía que era una locura, pero al menos, pasear, airearme, y hablar, aunque fuera del tiempo, me iba a sentar bien. En Pablo, apenas había pensado, y habíamos tenidos dos o tres conversaciones. No le echaba de menos, o no lo suficiente. Supongo que él tampoco a mí. Pues aquella tarde, me vestí de forma sencilla, para ir lo más cómoda posible, tras un largo baño. Avisé a la señora Pierre que a lo mejor no regresaba para cenar, era una posibilidad que me apetecía; además, hace tiempo que no sé nada de ellas y hablar, dejando mis pensamientos a un lado, me iba a sentar bien. Tras avisar a la criada, de saludar a uno de los jardineros, me dirigí al garaje para coger el coche. Iba llevarlo yo misma; en un principio pensé en ir en bicicleta, pero ha dónde habíamos quedado, estaba bastante apartado y me resultaría algo pesado llegar hasta allí. Pero la idea me seducía y volvía a cambiar de opinión; comprobé las ruedas de la bicicleta, algo antigua y trastalada, de color azul cielo, algo roñoso. Sin ninguna clase de pereza, me monté en ella y cogí el camino de tierra. Había sido buena idea. Hacía buen tiempo, día soleado, con pocas nubes, pero tan blancas, que parecían algodón de azúcar. Iba sonriendo mientras pedaleaba despacio para observar con atención el paisaje; ese camino me lo conocía como la palma de mi mano, de pequeña lo realizaba junto a mi padre. Oía con atención a los pájaros que volanteaban entre los árboles, los almendros ya florecidos. El arroyo, murmuraba insinuaciones que era música para mis oídos. Fue estupendo pasear por allí y recordar viejos tiempos. Iba con tiempo suficiente para pararme junto al estanque, donde los patos nadaban libremente, sin ningún tipo de problemas… observé las flores de alrededor, amapolas de un rojo intenso, margaritas que parecían que sonreían, llenas de ilusión y de juventud, junto al lado de un viejo roble; allí, una muchacha joven, adormecida, yacía apoyada en aquel viejo roble, que le daba protección. No sé porque, pensé que era mi oportunidad para poder hablar con alguien extraño. Por un instante dude, pero mi instinto me decía que esa persona iba a ser la adecuada para curarme de mis viejas heridas. Me acerqué lentamente y observé que no estaba dormida; me puse nerviosa, como si me hubiera pillado espiándola y casi tropiezo, pero no caí de la bicicleta; sonrió. Yo sonreí tímidamente, y mirando para ambos lados, para asegurarme que estaba realmente sola, me acerqué más. Dejé la bicicleta a un lado, y di pequeños pasos, con timidez. Ella apartó una novela de D.C. Andrews, poniéndolo encima de un bloc de dibujos. Con un gesto, me invitó a sentarme. Parecía como si estuviera esperándome y eso me ponía más nerviosa. Me miró directamente a los ojos. Pegó un bocado a una suculenta manzana roja, y se presento de forma sencilla, con una naturalidad que me sorprendió más de lo normal. Su voz era dulce, clara y esplendorosa. Con una educación exquisita, me volvió a invitar a que me sentara a su lado; me ofreció la mano para apoyarme y así no tropezar de nuevo. Me ofreció una de las manzanas que tenía guardadas en un cesto de mimbre, de color tierra, que resaltaba con el verde fresco de la hierba que nos ofrecía el campo. Algo patosa, fruto de los nervios, me senté a su lado. Acepté gustosamente la fruta, que parecía tener vida propia por su color intenso. En voz baja, casi susurrando, le pronuncié mi nombre. Por la expresión de su rostro comprendí que no me había oído. Volví a repetirlo, algo más relajada; a los pocos segundos, se acercó a mis labios y me ofreció un beso dulce, como el melocotón en almíbar. Me sonrojé enseguida y sin mediar palabra, me acariciaba las manos, de forma suave y delicada. Tenía la piel como la seda, y olía a un perfume fino… fue tan maravilloso sentir aquel tacto tan suave, que un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. No sabía qué hacer, ni que decir en ese momento tan mágico y a la vez tan extraño… ella se percató de mi reacción, y acariciándome mi cara, siempre sonriendo, me dijo que me tranquilizara. Me hizo sentir comodidad; ella estaba totalmente tranquila, relajada y con pausas, mientras no apartaba su mirada, de vez en cuando me robaba un beso; me iba explicando pinceladas de su vida; con leves movimientos de manos, acariciaba mi piel. Y como si se quitara una espina de su corazón, me explicó el motivo de su viaje a Francia: Había huido del amor de un hombre.



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