martes, 10 de julio de 2012

RELATO VII (IV)

Entrada Original, Martes, 22 de marzo del 2011

… para volver a ver a María sentada entre nosotros. Estaba bastante pálida, con los ojos sollozos, aunque quiso disimularlo con maquillaje, era evidente que había estado llorando bastante rato. Saludo a Teresa y a su marido, casi con indiferencia, forzando la sonrisa. Alberto ni se inmuto, Teresa a punto de abrir la boca, no se callaba nada, pero la anfitriona, agarrándola con suavidad el brazo, la hizo callar. Con gestos exagerados, como no, hizo que prosiguiera explicando su viaje al continente africano. He reconocer, que tal como lo explicaba Teresa, lo hacía más interesante. Hablaba de los animales como si los apreciara; si digo esto, es porque en sus armarios pieles no le faltan; con el contacto de las tribus, de los oasis más perfectos jamás soñado… no podía creer que Teresa hubiera hecho esos viajes, y luego hablar de la alta sociedad, como si el resto no fuéramos nadie. Bueno, para ella no lo éramos, y para su marido menos aún.
Los temas de conversaciones ya eran cansinos, la gracia de las anécdotas estaban agotadas. Empezaba a reinar de nuevo el silencio; mi mente a mil por hora, pensando en que había pasado tras aquellas paredes; que había ocurrido en el instante que Marta y María estuvieron juntas. No puedo afirmar que hubieran estado hablando, pero si Marta salió llorando, tras la llamada, ¿Quien no nos dice que fue una llamada interna? Regresó pálida, luego la mentira… mi mente se distrae en esos pasajes, mientras observo a la anfitriona que escucha atentamente; me sorprende que lo estuviera haciendo, casi nunca lo hacía. La verdad que ella y Teresa habían sido buenas amigas en el pasado, y aunque sé que habían perdido el contacto, al menos físicamente, mantenían una ligera correspondencia. Mientras que estuve conviviendo en aquella casa, Teresa había pasado más de una noche hablando a solas con Marta, íntimamente, sin tabúes; la cordialidad era evidente entre las dos. Eran autenticas amigas. Marta fue quien presento a su marido en una de las fiestas; la verdad, que siempre fueron aburridas, pero al menos venía gente que conocía y me llevaba muy bien. La hipocresía siempre estaba presente, pero entre gente que para nada me interesaban.

Teresa y Alberto siempre asistían a todas, incluso colaboraban en algunas subastas, pujando, porque la verdad que no movían ningún dedo. Antes de que ellos desaparecieran de mi vida, en una de las últimas fiestas, ocurrió algo que nunca supe realmente lo que paso. Estábamos en la sala grande; Marta y yo no estábamos bien, estando en los últimos coletazos de nuestra relación; ella se había distanciado de mí, y mucho; creo que incluso se veía a escondidas con alguien, aunque nunca supe quien era. Entraba por la puerta del servicio, a altas horas de la noche, o ella era quien hacia unas escapadas algo extrañas. Me importaba un pimiento, no estaba bien con ella, pero igualmente jodia. Y todos hemos sabido de sus amantes. Pues bien, en aquella fiesta, estando en la sala, con la primera copa antes de la cena, subí a cambiarme de ropa, ya que sin querer, uno de los camareros, que por cierto Marta luego despidió, me manchó la camisa blanca de vino. Me dirigía a mi vestidor, cuando rápidamente, Teresa salía con la cara desencajada, bajando escandalizada y veloz por las escaleras, casi atropellándome; la seguí, bajando las escaleras de dos en dos; la vi agarrar a su marido del brazo, murmurando, realmente enfadada, y sin apenas coger su bolso, dejándose el abrigo, se marcho de la casa. Nunca más la volví a ver; nunca más supe de ella hasta que recibí la carta de la India, escrita por Teresa y firmada por Alberto. Curioso era aquello, que en todos los documentos, actos y demás papeles, siempre habían hecho eso. Tampoco, en este caso, supe que había ocurrido en la habitación donde tantas noches había hecho el amor con Marta. Porque se había ido tan preciditadamente, tan escandalizada. Marta jamás me lo contó, jamás me permitió hablar del tema. Aquella noche fue la última vez que la vi y tras largos rumores, y la idea de que habían fallecido en la India, me sorprendió y mucho, cuando la criada anunció al matrimonio, mirando con inquietud a Marta. Quería ver su reacción. Pero ella no se inmutó, no pestañeó, ni tan siquiera se sorprendió. O esa sensación nos daba. Actitud que me dejo helado. Años atrás había ocurrido aquel incidente desagradable y hoy estaba en su casa, como los viejos tiempos, como si nada hubiera ocurrido. No entendía nada, pero como siempre, no pude preguntar, mejor dicho no me atreví a preguntar. Tenía tantas cosas que quería saber, pero el miedo, que ahora comprendo o no, que tuve a la mujer que ame no me dejaba reaccionar. Nunca me dejo ser yo mismo, aunque yo tampoco luche por mantener mi identidad. La amé con locura y eso ahora mismo me producía un dolor, que calaba en mis entrañas. Y más sin poder obtener las respuestas que deseaba obtener.

La conversación estaba siendo monopolizada por Teresa, Alberto y Marta; María continua bastante ausente tras su vuelta; aunque trata de ocultarlo, todos nos hemos dado cuenta. Aunque una vez más, sabía que nadie iba a decir nada. Ni yo mismo me atrevía apenas a mirarla. Si que habíamos observado, que como Marta, se había cambiado de vestido; un vestido blanco, casi transparente; aunque los pies no se veían, observé que ya no llevaba puesto los zapatos negros, de tacón de aguja. En sus manos llevaba un gran anillo, seguro que era de Marta; sus cabellos, rubios, ondulados, caían por su bello rostro. Esto me hizo preguntarme de donde había sacado el vestido. Era obvio que la anfitriona se lo había prestado, pero no lograba entender porqué. Ella nunca había dejado ropa a nadie, ni tan siquiera la donaba, ¿y aquel anillo? No entendía el cambio de ropa, el que ella conociera la casa… casi todo eran suposiciones, pero sabiendo que no iba a obtener respuesta, me resigné, e intenté no pensar más en aquello.

Nos habían traído un vino dulce, de un pueblo del sur de Francia; menuda mezcla de bebidas, pensé por un momento, pero la verdad que estaba fresco y entraba bien; encima nos trajeron unos pasteles de una de las mejores pastelerías. En eso Marta nunca había escatimado en gastos.

Me levanté para ir al servicio, y algo mareado, me agarré por un momento en el respaldo de la silla. Teresa, con una voz dulzona, me dijo que tuviera cuidado. Sonreí casi por cortesía, y algo patoso di unos cuantos pasos. María miraba fijamente a la nada. Estaba hundida, y bastante cansada, pero no parecía que fuera a contar nada. Tampoco Marta la hubiera dejado. Algo tenían entre manos pero no podía saber, ni adivinar, lo que había ocurrido entre ellas dos; por lo que había entendido, se conocían desde hace poco, pero eso noté que no era cierto. No sé porque lo habían ocultado. Demasiadas preguntas en aquella noche; demasiados interrogantes a lo largo de los años que conocía a la anfitriona. Siempre rodeada de tantos misterios, de esas ganas de dominar todo... esos pensamientos rebotaban mi cabeza una y otra vez. Quise quitármelo de la cabeza, pero me era imposible.

Tras lavarme las manos, regresé a la sala; se habían sentado en los incómodos y caros sofás y en aquellos butacones marrones traídos de Londres. Continuaban con las copichuelas, y algunos de ellos se había encendido un cigarro. Me senté lo más alejado posible de María. Continuaban con la charla, pero esta vez al menos no era sobre viajes, sino sobre otros temas, que la verdad que tampoco me interesaba. De repente, oímos unos gritos que parecían provenir del pasillo, el más cercano a la sala, que con la puerta abierta, se oía como si estuvieran allí mismo; no se entendía bien lo que decían, pero si se identificaba las voces de la criadas más veteranas y de la doncella más joven. Todos mirábamos con cierto pavor, porque no entendíamos lo que estaban diciendo, porque algo estaba pasando y sin más miré a Marta, y casi susurrando le pregunté si no iba a ver lo que pasaba. Marta realmente estaba enfurecida, exagerando su mirada, como si fuera yo el culpable de lo que estaba ocurriendo en aquel preciso instante; siempre me había culpado de sus fracasos, de sus silencios, de aquellas noches de verano que no conseguía sus propositos, de sus sueños inalcanzables; siempre había buscado culpable a todo lo que le salía mal, y en los últimos tiempos parecía ser yo. No dije nada, y eso pareció molestarla más; los gritos cada vez eran más fuertes. Hubo nervios en la gran sala, pero nadie movió un dedo.

Nadie se atrevió abrir la boca, pero yo, cansado de aquella situación, de aquella hipocresía, me levanté y dirigiéndome hacía Marta enfurecido para decirla que contara lo que había ocurrido... pero el ruido de unos platos estamparse en el suelo, me hizo volver a la realidad, a lo que iba hacer, tomé la decisión más importante de la noche: marcharme de allí. Con educación, interrumpí el silencio absoluto despidiéndome de todos de una sola vez. Nadie me preguntó porque me iba, a nadie le pareció importarle, ni tan siquiera a María. Pero qué más da, si ella no me conoce; sobre Marta me lo esperaba. Ni tan siquiera hizo que me trajeran el abrigo. Lo recogí yo mismo, mientras el silencio en el pasillo había cesado. Miré una vez más a Marta y luego a María, abrí la puerta y por primera vez en aquella noche me sentí libre. 

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