viernes, 6 de abril de 2012

RELATO III

Entrada Original, Martes, 21 de Septiembre del 2010


Moisés llegó con siete años al orfanato de los clérigos de Granada. Sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico y no tenía ningún familiar que pudiera hacerse cargo de él. Solo tenía un tío que emigro a Argentina por parte de madre y por parte de padre no había nadie. La comunidad de Andalucía le busco un hogar, pero no se había adaptado a la familia Garcia. No pudo ser y al final optaron por llevarle al orfanato de los clérigos.

Él era un niño muy tímido, casi había crecido con niñeras, en viejas guarderías del estado, ya que sus padres tenían que trabajar para sacar adelante la gran hipoteca de un piso tan pequeño. Casi no recuerda a sus padres, pero si sabía que dormía tranquilo. El poco tiempo que paso con los Garcia, apenas pudo dormir bien, estaba siempre muy nervioso; no se sentía querido, tan pequeño, tan frágil, pero notaba que no era bien recibido. Sus hermanastros, no jugaban con él y su nueva mama, pasaba las horas en el salón, hablando con las amigas, fumando como un carretero; apenas le hacía caso. Su marido trabajaba casi todo el día y solo le veía por las noches, un rato, antes de irse a la cama. Nadie se había preocupado de él. Al que más temía era al hermano mayor. Pero el orfanato no iba a ser mucho mejor.

Llegó en un día de tormenta y el Mon señor Andres del Monte, recibió a la delegada de Andalucía; llevaba el pelo mojado, una pequeña maleta y al lado Moises, bastante delgado. Le preguntó su nombre, pero no abrió la boca. Le miraba con tristeza, como solo los niños y los mayores pueden mirar. Agarraba la mano de la mujer, con todas sus fuerzas. No sabía si hubiera preferido quedarse en casa de los Garcia o estar allí. Para ser tan pequeño, tenía una mentalidad adulta. Sabía lo que pasaba a su alrededor, pero siempre callaba.

Mon señor les hizo pasar; les dio unas toallas para que se secaran un poco y les sirvió un plato de sopa bien caliente. Al niño le llevaron a una vieja cocina, en una mesa destartalada, y allí le sentaron. Ella se dirigió hacia él en un tono suave; le dijo que no se moviera de allí, que ellos tenían que hablar. Pensó, que le gustaría que aquella mujer pudiera ser su nueva mama, pero sabía que eso no iba a pasar; Moisés ya se imaginaba que iban hablar de él y su comportamiento con los Garcia. Moises en realidad no había hecho nada. Pero ellos sí que le habían hecho, sobretodo el hermanastro mayor. Observó a su alrededor y vio viejas telarañas colgando de la pared; un grifo goteando, y el frío había calado en sus huesos. Se tomó la sopa con rapidez y se quedo muy quieto. Para tener la edad que tenía, era muy listo. Hay cosas que no entendía, pero se quedaba con todo. Su mente retuvo ese momento y otros que el pobre sufrió allí.

Paso tan solo veinte minutos. La mujer volvió a entrar con el Mon señor en la cocina. Le cogió de la mano y se dirigieron a una sala acogedora, nada tenía que ver con aquella cocina. Había una chimenea encendida y varias butacas de un color rojizo, eran de piel. Ninguno de los dos entendía porque no habían entrado allí directamente, en lugar de aquella cocina mugrienta. El porqué se entenderá más adelante.

Los tres se sentaron y ella le habló en un tono suave, agradable. Le comentó, casi susurrando, que ella se iba a marchar, pero que le vendría a visitar casi a diariamente, que no se preocupara, que allí iba a estar bien y que le buscarían otra familia. El niño asintió con una profunda tristeza, que sus ojos reflejaban. Estuvo a punto de susurrarle al oído que no se fuera, que él no quería quedarse allí, pero como en otras ocasiones, no dijo nada. Se limpió los mocos con la manga de la vieja bata, secada en la leña de la chimenea y le dio un fuerte beso. La mujer sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo; sintió el deseo de llevarse aquel niño a su casa, de abrazarle, de mimarle, de cuidarle… ella no sabía bien que había ocurrido en casa de los Garcia, pero si sabía que algo al niño le tendría que a ver sucedido en aquel hogar. Bastante había sufrido con la muerte de sus padres… pero nunca le sacó ninguna información y la historia que le conto el patriarca, no era muy fiable. Pero sabía que no podía hacer nada. Le miró por última vez y cerró la puerta. Dio pasos lentos, con tristeza y con la esperanza de que Moisés le cuente algo que hiciera sacarle de allí. Pero no hubo respuesta a sus plegarias. Montó en el coche y marcho. Sus lágrimas recorrían sus mejillas.

Mon Señor apretó la mano suave de Moisés y le acarició. No le miraba, tenía la vista al suelo y debajo de la sotana una erección.

Tres semanas más tarde, Moisés seguía apenas sin hablar con los demás niños del orfanato; le habían instalado en una camita, casi apartada de la gran habitación. Se duchaban a diario vigilados por los monaguillos y espiados por Mon señor. El orfanato estaba viejo, pero él había hecho instalar cámaras de seguridad, pero las había instalado a su antojo. Algún que otro monaguillo le había lavado sus partes, toqueteado, pero como al resto de los niños; pero sí que había recibido visitas nocturnas de dos curas y de Mon Señor. Le acariciaban el cuerpo, le besaba en los labios y cogía la manita suave y se las ponía en su pene. Se masturbaba con las manos de Moisés. Él no decía nada; se sentía mal y no entendía porque aquellos señores le estaban haciendo aquello, al igual que el hermano mayor de los Garcia. Otra vez estaba ocurriendo.

La delegada de Andalucía estaba cumpliendo su promesa de ir a visitarle diariamente. Le veía cada vez más triste, mas hundido. Le hizo preguntas, pero él no respondía a nada. Si que hablo con Mon Señor y le dijo que era normal, que había sufrido mucho, que se estaba adaptando, pero que era muy tímido… como mentía aquel hijo de puta; como mentía aquel bellaco. Se estaba aprovechando de aquel niño, al igual que otros, junto a sus sacerdotes más fieles. Daba asco. Pero ella no sospechó nunca de lo que allí a dentro estaba ocurriendo. Hasta que Moisés con los años, decidió escribirle una carta.

Una noche, tras la ducha nocturna y la cena, los niños se fueran acostar. Moisés seguía en aquel colchón viejo, apartado de la gran habitación. Se puso el pijama, se arropó con la vieja manta; todo aquel orfanato estaba viejo, menos algunas estancias, donde ocurrían todos los abusos…. Él seguía imaginando en salir de allí con la mujer que le había traído. Con miedo, miraba de reojo en la oscuridad más absoluta, temiendo que esa noche no se fuera a librar. Llevaban días sin hacerle la visita nocturna; lo que no sospechaba es que esta vez iba a ser peor.

Serían las cuatro de la mañana, cuando Jaime, un sacerdote que estaba de visita, le despertó; con el dedo, le acaricio sus labios, mientras él se mojaba los suyos. Le cogió la mano y se la pasó por su entrepierna. Le levantó y se lo llevó de allí. Se dirigían hacia la vieja cocina. Moisés quiso gritar, pero no le salía la voz; quería llorar, pero no le salían las lágrimas; se sentía indefenso, tan frágil… al otro lado de la puerta había dos sacerdotes más, y Andres del Monte, completamente desnudo. Tenía el pene en erección. Le sentaron en una de las sillas y los cuatro, con el pene fuera, se lo restregaban por la cara, por su cuerpo, le escupían, se masturbaban… Al final no pudo más y pegó un gritó que retumbo las cuatro paredes. Le taparon la boca y allí mismo los cuatro le violaron. Desgarrado, lo llevaron a la enfermería de las monjas de San Fernando, un pequeño convento al lado del orfanato; eran diez monjas que sabía lo que ocurría allí, pero por cuatro perras y unos polvos nocturnos con algunos de ellos, callaban el horror que estaban sufriendo allí los niños.

Pasó cuatro días y le dieron el alta. Permaneció cinco días más en la cama, sin salir al pequeño patio; de hecho el pobre Moisés nunca salía al patio a jugar con nadie; ganas no tenía, desde luego con tanto sufrimiento. Por la cabeza se le pasaba miles de cosas, pero no comprendía algunas de ellas; quiso hablarlo con la mujer que la llevo allí, pero hacía días que no le iba a ver. Estaba dispuesto a contárselo. Pero lo que él no sabía, es que le habían trasladado a Aragón, sin previo aviso, sin justificación alguna; no le dejaron visitarle para despedirse de él, ya que le dijeron que era mejor así. Intentó incluso adoptarle, pero fue rechazada la petición. Le habían dicho que se encontraba mucho mejor y que salía a jugar con el resto de compañeros, que todo iba bien… ella les creyó.

El tiempo pasó para Moisés con una lentitud impredecible; estaba a punto de cumplir los diez años. Llevaba ya tres allí, en aquel infierno. Le habían violado las veces que aquellos hijos de puta quisieron; le habían incluso masturbado a él. Estaba destrozado y su cara de niño, ya no lo parecía tanto. Los abusos eran con menos frecuencia, e intuía que se lo estaban haciendo a otros, a más pequeños que él. El horror que estaba pasando no lo comprendía del todo, pero sí que sabía que tenía que irse de allí. Ya intentó escapar y fue peor.

Quedaban cuatro días para su décimo aniversario, cuando recibió una carta de la que él creía aún delegada de Andalucia. Nunca había olvidado aquella mujer, pero al ver el remitente, estuvo a punto de romperla. Sentía mucho odio para la edad que tenía, sentía tanta vergüenza de sí mismo, ya que se sentía totalmente culpable. La carta se la habían dado por error (no sabe bien porque, ya que el resto de cartas había sido quemadas en aquella chimenea que nunca olvidara). La leyó con atención. Le decía que no entendía porque nunca le había respondido, si estaba bien y todas esas cosas que se dice en una carta. Era su oportunidad de salir del infierno.

Robó papel de uno de los despachos, cogió un bolígrafo de la cocina principal y se fue aquella vieja cocina. El dolor era tan fuerte, que no pudo reprimir las lágrimas por todo lo sucedido allí. Se escondió bajo la mesa y como pudo escribió con sus palabras, casi de adulto, lo que había sucedido allí. Mientras tanto, pensaba en cómo iba a poder enviarla, y recordó que el sábado iban a salir a visitar la Basílica de Granada. Nunca había salido de allí y sabía que algunos niños salían de vez en cuando hacer excursiones, pero ya le habían comunicado, que él iba asistir; pues bien, escondió su carta dentro la almohada; temía que fuera encontrada. Robó un sobre y un sello del despacho de Mon Señor y el día de la visita, la echo al buzón. Nadie se había dado cuenta.

A la semana, recibió la carta su salvadora. Ésta actuó de inmediato. Estaba tan convencida de que aquello no podía ser una mentira de un niño; cuánto dolor sentía por dentro, incluso sentimientos de culpabilidad.

Dentro de lo que cabe, todo fue bien. La policía clausuró aquel lugar tan horrible; los cuatro y algún sacerdote más, les encerraron entre cuatro paredes; las monjas incluidas por encubrimiento. Algunos monaguillos fueron llevados a centro de menores; los niños fueron recluidos en otros centros, incluso algunos adoptados por familia interesada en ellos y que nunca promovieron los papeles. Y Moisés pudo ser adoptado por aquella mujer.

Pasaron los años en casi una total felicidad. Él había empezado una carrera, iba al psicólogo tres días a la semana; nunca olvidó todo aquello. Imposible de olvidar. Terminó su vida en un pueblo pequeño de Aragón; cuidó a su salvadora hasta el lecho de muerte. De su cabeza no se le iba la imagen de aquella vieja cocina. Y en su cabeza retumbaba el goteo del grifo viejo.

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