IV
Acabo de llegar a casa y me siento estúpido por haberme ido de la fiesta sin poder poner las cosas claras a Marta. Me enciendo un cigarro, hace tiempo que no fumaba, pero esta noche lo necesito; me siento en el sofá cómodamente. Me entra ganas de vomitar, en pensar en la cara que ha puesto, de vencedora absoluta; estoy enfadado conmigo mismo por no haber hecho las preguntas oportunas, de no haberme enfrentado directamente a ella, de haber huido. Debí de preguntar y así averiguar los secretos que esconde la mujer que ame con toda mi alma. Ahora mi vida está gris, triste, vacía porque nadie sabe lo que estoy pasando, y lo que me pasó en el pasado por culpa de ella; se encargó de arruinarme la vida, con sus mentiras, con su hipocresía y por las influencias que utilizó para poner a la gente en contra mía, y separarme de las cosas que me gustaban hacer, incluso de algunos clientes míos, fieles, que dejaron de tratar conmigo. A ella, no me importa repetirlo, la ame con locura, y ahora me llena de amargura, de suciedad, de un dolor tan fuerte que me oprime el pecho cada vez que pienso en lo que llegué hacer por ella. Pero eso, ahora, quizás no importa, o no debería de importarme, ya que ella es la verdadera responsable de todo lo que me ha sucedido. Me separo de mis amigos, me apartó de mi trabajo, dejé de escribir por ella, de montar a caballo, de salir de copas, incluso llegue a dejar a mi familia de lado por estar junto a ella. Me manipuló, hasta tal punto, que me sentía culpable; supo llevarme al extremo, para que me quedara solo con ella, pendiente cada segundo que pasaba a su lado, estar en su casa y no salir, de preparar sus fiestas, hablar solo con sus amistades, pero las que a ella se le antojara que yo hablara; la mayoría de ellos, venían para quedar bien y salir en las fotos de sociedad, pendiente de sus idas y venidas, de sus viajes… cada vez que podía me ponía en ridículo delante de todo el mundo, y ella quedaba por encima de mí. Estaba completamente ciego, enamorado, pero cada vez más desencantado; no sé lo que pude ver en ella, porque siendo sincero casi siempre había sido así.
Nos conocimos en Praga, en un hotel, que más tarde supe que era de su propiedad. Yo había ido por trabajo; iba a colaborar en un libro de historia, para una importante editorial; éstos se habían interesado en mí por un libro que publiqué tiempo atrás, y que había sido traducido a treinta y dos idiomas y colaborar con ellos era una idea que me entusiasmaba, no solo económicamente, sino porque iba a trabajar con grandes escritores. Por eso me esmeré en hacerles unos resúmenes, encuadernado en tapa dura. Para mí, la presentación era importante, y no podía perder la oportunidad que la vida me había brindado. Tras recogerlo, a una de las encuadernadoras más importantes, fui personalmente para hablar con Luís, y pasarme para despedirme de Claudia, mi madre, que siempre me apoyaba en todo, menos en mi relación con Marta. Nada más verla, supo que era una mujer manipuladora, pero nunca la hice caso. Camino al aeropuerto, con mis trabajos en la maleta, regalo de mi madre, íbamos hablando sobre la importancia de firmar con aquella editorial. Una vez en la puerta de embarqué me despedí con un abrazo y un sonoro beso que me propinó en la mejilla. Con la mano, me despedí y ella con un pañuelo blanco, se enjugó las lágrimas. En casi todos mis viajes, siempre lloraba. A mi padre, no llegué a conocerlo.
Nada más llegar al aeropuerto de Praga, tomé un taxi para el hotel “Carlos III”, donde al día siguiente iba a tener la entrevista. En el taxi, hice un par de llamadas, sin importancia, incluida
la llamada a mi madre, para contarla que el viaje había ido bien. Sabía que iba a necesitar una concentración absoluta para que todo saliera bien. No me iba fijando en nada en el exterior, iba pensando en las palabras que iba a decirles, las respuestas oportunas, como si fuera mi primera entrevista de trabajo. El taxista, sin preguntarme, se encendió un cigarro. Tras discutir, le hice parar sin saber bien donde estaba; era la primera vez que iba a esa ciudad. A los cinco minutos cogí otro taxi. Éste me dejó en la puerta del hotel; el portero, con un traje elegante uniforme rojo, se acercó, me abrió la puerta, recogió mi pequeño equipaje. Al ver que solo traía una maleta, iba a estar tan solo dos días, no necesitaba mucha ropa, con una mano hizo volver para dentro, a uno de los botones. El otro, recogió mi ligero equipaje; nunca había estado en un hotel de lujo. Me acompañó a la puerta, y con descaro, extendió la mano; me sorprendió que hiciera eso. Saqué unas monedas, el primer taxista no me devolvió el cambio, y se las deposité en su mano. El botones, esperaba con ansiedad, nerviosismo. Me acompañó a recepción. Nada más entrar, vi bajar por las escaleras, a una mujer bastante hermosa, guapa, con un vestido sobradamente elegante, de color de la pasión, un rojo intenso, vivo. Llevaba unos zapatos negros y un bolso de Channel. Del cuello, le colgaba una pequeña perla blanca, que hacía juego con sus pendientes. En el dedo corazón, un anillo de oro, con rubíes, pequeños, que con el resplandor de la luz destellaban; en la mano izquierda, un anillo de diamante, que hacía juego con su pulsera. Me llamó la atención, su forma de bajar las escaleras, de andar, algo exagerada, pero que en aquel momento la hacía especial. Me miró fijamente, con sus ojos intensamente claros, y al pasar delante de mí, giró la cabeza, sonriéndome pícaramente. Me sorprendió que hiciera aquello; sinceramente me atraía y mucho, su sensualidad, el olor que desprendía, sus caderas y un gran escalofrío recorrieron mi cuerpo, notando una erección, y despertando mi corazón. Fue un autentico flechazo.
Tras esa triunfal entrada, recogí la llave para poder instalarme en la habitación; comí algo, ligero, no tenía mucha hambre, y me puse en contacto con el agente que iba a realizarme la entrevista, para acordar la hora y algún que otro detalle. Menos mal que lo hice, porque había cambiado el lugar, en lugar del hotel, íbamos a tener la reunión en un parador de lujo, instalado en un castillo del siglo XVI. Después decidí tumbarme un rato, necesitaba relajarme. Me quité el pantalón, los calcetines y me tumbe en ropa interior. Cerré los ojos, viendo la imagen de aquella mujer y volví a tener una erección. Me masturbé pensando en ella.
Tras una hora, decidí darme una ducha y salir a pasear por el barrio gótico e ir a la plaza que me habían recomendado; el paseo se hizo agradable y aproveché para hacer algunas fotos. Me senté en una de las múltiples terrazas de la plaza mayor, a tomarme una cerveza. Para distraerme pedí un periódico al camarero. Me encendí un cigarro, en aquella época fumaba unos doce al día, me dispuse a leer, pero un pequeño alboroto de palomas, que cruzando el centro de la plaza, me distrajo. Unos niños jugaban a intentar cazarlas, eso me hizo sonreír. Siempre quise formar mi propia familia, pero todavía no había encontrado la mujer adecuada. La relación más larga fue con Silvia, que tras engañarme con un compañero, la dejé sin poder perdonarla.
Tras el pequeño revuelo, en una de las cafeterías, estaba ella sentada con un hombre mayor. No la veía del todo bien, pero la silueta de aquella mujer era inconfundible; por un impulso primitivo, y recordando su guiño en el hall del hotel, decidí levantarme y dirigirme hacía ella para presentarme personalmente. Me había excitado su forma de caminar, su mirada, su
provocación y una oportunidad así no quería perderla. Con cierto nerviosismo, pagué al camarero la cerveza. Le dejé propina, por su excelente amabilidad y por llevarme el periódico. Me dirigía al centro de la plaza; los niños seguían correteando por la plaza. Mientras me iba acercando, observé detenidamente al hombre mayor: pelo canoso, regordete, con gafas oscuras y un traje gris desgastado. A su lado parecía un mendigo. Me extrañaba que una mujer así estuviera con un hombre como él. No era prejuicios, pero era tal su belleza, casi escandalosa, que me parecía increíble que estuviera con él. En un principio, pensé, que podría tratarse de su marido, pero observándoles, supuse, quizás por mi mente perversa o por la actitud de los dos, que se trataba de su amante, que había provocado horas posteriores a mi llegada al hotel, y que tras follar en una de las habitaciones, ella salía a respirar aires nuevos, en busca de un amante mejor, pero que él, prendado de ella, quizás incluso enamorado, salió tras ella, para pasar más tiempo fuera de casa, antes de ver a su esposa que ya no amaba. Todo esto se me ocurría tan solo observándolos y mientras caminaba hacía ellos con lentitud. Pero era tan solo observaciones mías, quizás era un familiar, o un amigo. No sé porque pensaba eso, lo único que sabía es que quería conocerla. A ella también la observé con detenimiento; se había puesto las gafas de sol, cogía la copa con delicadeza, y apenas hablaba con aquel hombre. Nervioso, al estar acercándome, casi temblando, me senté en uno de los bancos lo más cercano posible a ellos; sabía que me estaba observando y en un breve minuto, se levantó dirigiéndose hacia mí. Se quitó las gafas de sol, me sonrió, y mientras se sentaba a mi lado, me dijo su nombre: Marta. Mi corazón palpitaba, con ansias de besarla allí mismo. Su acompañante había desaparecido sin haberse despedido de ella. Quizás despechado por la rápida despedida de su amante.
Tras una presentación mutua, entablemos una conversación amena y divertida. Cada frase, cada gesto, exagerado eso sí, cada palabra, sonreía ampliamente, sin apartarme la mirada. Sentía un cosquilleo, un nerviosismo que jamás me había ocurrido. Ella lo notaba y aprovechó aquella situación para conquistarme desde aquel momento. A partir de aquella tarde, fuimos inseparables y tras la vuelta a España, nos veíamos a diario, hacíamos el amor en todos los rincones de aquella casa, me invitaba a todas sus fiestas… hasta que dejó de amarme, hasta que se volvió odiosa, a manipularme, soportando sus gritos, sus secretos, sus manías, su falsedad… esto lo fui viviendo a lo largo de nuestra relación. Y yo la ame con locura hasta el último instante, hasta que me dejó sin ninguna explicación, aunque no hiciera falta, porque yo no podía más.
Acabo de abrir una botella de whisky. Necesito emborracharme y olvidar todo lo que había ocurrido aquella noche. No debí de ir a la maldita fiesta, pero tampoco debí marcharme sin haber dicho todo lo que sentía. Aunque fuera demasiado tarde. Me tumbo en el sofá, me enciendo un cigarro. El teléfono suena. Descuelgo el auricular y al otro lado no se oye nada. Unos segundos de silencio, pero sabiendo que me oían a la perfección. Cuelgo. Vuelve a sonar y lo mismo. Cuelgo, vuelve a sonar y lo mismo; así hasta una cuarta vez. Tiro del enchufé, con rabia, preguntándome quien habrá sido.
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