martes, 10 de julio de 2012

RELATO VII (III)

Entrada Original, Viernes, 18 de marzo del 2011

… un amante más, aunque nuestra relación se fluía por derroteros de la pasión, estuvimos conviviendo durante una larga temporada. Y aquella puerta siempre había estado cerrada. No sé cómo no había caído antes, cuando María la abrió sin más. Yo en más de una ocasión intenté abrirla, buscando la llave por todas partes, incluso hablándolo con los criados… no sé porque le estoy dando importancia a ese asunto, pero si os soy sincero me quema por dentro. Me quería imaginar lo que estaba sucediendo más allá de aquella puerta, pero no se me ocurría nada. El resto de invitados murmuraban con signos de felicidad, sintiéndose bien por las lágrimas de Marta; vale que no sea mi devoción, y es bastante ruin en múltiples ocasiones, pero yo sabía que eran lágrimas de verdad. Y ¿dónde demonios estaba María? Me levante de la silla, impaciente a por una copa de whisky. Me puse dos hielos y tras servirme, Marta entro en el salón como un fantasma. Estaba pálida, igual que la nieve virgen. Se había quitado el maquillaje, producto de las lágrimas de dolor, de sufrimiento. Estaba realmente jodida, ¿Por qué? Eso no lo puedo saber y no creo que lo vaya a decir. La mirada la tenía perdida, como si mirase al horizonte, pero como siempre supo disimular, aunque a mí no me engañaba. Incluso se había cambiado de vestido, de color negro, que hacía resaltar su palidez. Se había enjoyado de forma exagerada. Siempre que estaba triste o de mal humor, que solía ser en muchas ocasiones, por su carácter, se ponía aquel collar de blancas perlas, dándole cinco vueltas alrededor de su cuello; sus pulseras de brillantes, anillos desproporcionados, viéndose más finos sus delicados dedos, de inmensas piedras de autenticas calidad. Parece que se ha disfrazado para remarcar su tristeza, aunque no sé porque lo ha hecho, porque se ha vestido así. Sé que lo está pasando mal, pero también sé, mejor dicho, sabemos que nos va a sonreír falsamente. Dicho y hecho; se sienta de nuevo con nosotros, bebe de su copa precipitadamente, nos mira con poco respeto, quizás queriendo dar lástima y acto seguido se pone hablar de su próxima fiesta. A mí me mira directamente, casi con odio, porque sabe que yo la conozco; parece que quiera que la consuele, pero no creo que sea el momento de hablar con ella. Es cierto y no puedo negar, que me hubiera gustado preguntarla porque ha llorado, aunque nada más al intentar abrir la boca, me hace callar con su mirada, fulminante, intensa, rompedora. Arrastré la silla de nuevo para desafiarla, para que rompiera a llorar delante de nosotros y se dejara de historias.


Estaba cansado del papel que estaba haciendo, de la actuación maravillosa que ella creía estar haciendo, de las manipulaciones intensas… quería replicar por todos los años que me había hecho sufrir, de las lágrimas que había derramado por haberme separado de ella. Me levanté con rabia, con una fuerza descomunal, para ir directamente hacia ella y decirla todo el odio que me producía estar a su lado. Pero no lo hice, por respeto al resto de invitados y porque su mirada me produjo miedo. Podría haber desvelado uno de sus secretos, eso Marta lo temía. Con un gesto de su mano, me hizo parar y me coloqué detrás de Sara. Entonces decidí dirigirme hacía las botellas y así servirme otro whisky; lo necesitaba en esos momentos para calmar mi alma. Me puse tres hielos en un vaso grande, me serví el whisky más caro. Me lo bebí de un trago, seco y limpio. Me senté al lado de las botellas de cristal fino, que junto a los vasos, estaban adornados con lazos enormes, siempre exageradamente grandes, como le gustaba a Marta. Exagerar todo, sin decir media verdad. Durante el desafío nadie dijo nada. Se habían limitado a mirarnos como a dos jugadores de tenis. Giraban la cabeza para ver quien sacaba primero los trapos sucios, las armas de guerras, para ver si explotábamos de una vez y la fiesta se animaba de alguna manera. Eso me hizo sospechar que sabían más de lo que decían a nuestras espaldas. En ese momento todo valía. Pero no discutimos con palabras, y nos retiremos a tiempo.


Yo, sentado, con copa en mano, esperaba la vuelta de María, por si desvelaba su marcha precipitada, queriéndolo saber todo, ahora más que nunca. El porqué había llorado, porque ella pudo pasar por la puerta, demasiadas preguntas sin respuestas.


Al cabo de dos minutos, sonó el timbre de la puerta. Nos sorprendió a todos el tintineo; sonó unas cinco veces, antes de que el mayordomo abriera la puerta. Me pregunto a mí mismo, quien podría venir a esas horas, quien podría venir a una fiesta de la anfitriona y se atrevía a venir tan tarde. Nos quedemos, todos algo inquietos, mirando la puerta del salón, para ver con impaciencia quien era. Se abrió de par en par, y vimos que se trataban de Alberto y su esposa Teresa. Hace años que no sé nada de ellos. La última vez que los vi, iban hacer un viaje por la India y meses atrás, Carlos, me cuchicheó que habían muerto en un terrible accidente de tren.


En su momento no me lo creí, por el dinero que tienen; también porque no me imaginaba a Teresa viajando en tren; tan fija ella, con sus caros trajes, su delicadeza, su frescura… aunque sí podrían viajar en Orient Exprés, eso no lo dudo, pero en un tren corriente, me extrañaba. Y menos en un tren de la India, que todos ya sabemos como son, lleno de gente hasta en los techos, sucios, mugrientos, y con gente tan diferente a nuestra cultura. Pero una carta que recibí me indicaba que estaba totalmente equivocado. La posta, junto a una carta extensa, describía sus aventuras, con fotos que me sorprendió. Teresa había adelgazado, demasiado pensé yo, y no llevaba para nada los trajes que solía llevar. Me explicaba con una letra, casi indescifrable, sus aventuras más rocambolescas y algunas cosas no las entendía. Y al cabo de un mes, más o menos, fue cuando mi gran amigo, Carlos, él sí que era o fue un verdadero amigo, me comentó que habían fallecido, quedándome perplejo; como ahora, que les veo ahí de pie vivitos y coleando; observé la cara de Carlos y parecía sorprendido, más que yo incluso, ya que aquella trágica noticia se la habían facilitado un embajador español que residía en uno de los múltiples pueblos de la India.


Alberto va vestido con un traje, a mi gusto, demasiado elegante. No llevaba el reloj de oro que le regaló Marta en su último aniversario, ni los gemelos que nunca se había desprendido de ellos. Teresa, con un traje que para nada era de su estilo, por lo menos el de antes, tal como vi en aquellas fotos. Habían cambiado ambos, mucho desde la última vez que los vi. Ella, ni una sola joya extravagante, una cadena fina de plata, y un solo anillo; los dos entraron con sigilo, a la par, observando con admiración y detenimiento todo. Seguramente le habían informado que Marta había realizado reformas, aunque yo la veía igual. Nos miraron uno a uno, como si nunca nos hubiera visto. Observaron la mesa, casi vacía, las copas llenas y con casi desprecio comentaron, los dos, que se sorprendían que no hubiera ido nadie de la alta sociedad. Entonces me di cuenta que aunque en apariencias habían cambiado, su interior continuaba igual, por mucho viaje a la India o al norte de África, su desprecio hacia los que ellos creían inferior no había cambiado para nada. Eso si tenían el don de cuando se ponían hablar, parecía casi humano. Contagiaban el ambiente en un momento, pero tenía esos puntos raros, de snobs que no soportaba. Quizás a Marta sí, porque era de su misma calaña; creo que hasta peor que ellos.


Una vez sentados en la mesa, los criados entraban y salían con platos, cubiertos, aunque los dos ya habían cenado, en un restaurante caro, decidieron tomar algo de postre, y por supuesto el cava. Teresa, más observadora que él, preguntó por la silla vacía. Ahí tuve la oportunidad de contestar, pero Marta, se adelantó, comentando que era la silla de María, que estaba descansando en una de las habitaciones, ya que tenía un ligero dolor de cabeza, riéndose, dijo que posiblemente tras la primera copa. Rió espantosamente, ridícula; nos miró a todos para que corroboráramos lo que ella había dicho. Una vez más, no supe reaccionar ante esa mirada desafiante, y asentí con la cabeza, sabiendo que aquello era mentira. ¿Cómo iba a llorar por un dolor de cabeza? Tampoco puedo afirmar que no dijera la verdad.


De nuevo, uno de los criados, esta vez la mas joven, se acercó al oído de Marta; con gestos de indiferencia, le hizo retirarse. No le cambio la cara como la otra vez, no sé si es porque no era importante, o por aparentar delante de los dos nuevos invitados. No quise ni pensar si le había dicho algo de María.


David, otros de los invitados, nos sorprendió poniéndose de pie, y levantando la cara, dijo unas breves palabras. Un brindis por Carlos y Teresa, dijo sin casi oírle; choquemos las copas, casi con miedo a romperlas, dimos unos sorbos y nos volvimos a sentar. No sé a qué vino eso, pero hizo que Teresa empezará hablar; de vez en cuando, su esposo, corroboraba lo que ella decía con leves movimientos de cabeza. Eso sí, se miraban con cariño, ternura. Este matrimonio, siempre se habían llevado bien. Les envidiaba por la buena relación que tenían; siempre intentaban mantener la compostura, y casi nunca había oído hablar mal de ellos; no formaron ningún escándalo, que yo supiera o en España se supiera, aunque eran snobs y obstinados y algunos comentarios no eran de mi agrado; de casi nadie, pero claro, el circulo que ellos se movían, se lo tomaban con naturalidad.


Tras su llegada, y eso no puedo negarlo, la noche cada vez era más amena, incluso divertida. Los invitados se animaron a intervenir en la conversación; era la primera vez en toda la noche, que la mesa entera hablaba sobre algo en concreto. Las sonrisas hipócritas parecían más sinceras. Hubo comentarios de todo tipo y parecía como si nos hubiera trasladado a otra fiesta totalmente diferente. Me sorprendí a mí mismo interviniendo con naturalidad, olvidándome por momentos de María; aunque Teresa, muy lista ella, al hablar de su viaje al norte de África, volvió a preguntar por María, ya que habían coincidido allí por casualidades, o no, de la vida. Marta cambio, de forma repentina, la expresión. Aproveche el momento, ahora sí, adelantándome a Marta, poniéndome de pie y me auto invité para ir a buscarla a la habitación. Con educación, pero con resentimiento, la anfitriona me comentó que no hacía falta que fuera yo, que podría ir uno de los criados, incluso ella misma. Con un golpe de campana, precipitado, algo nervioso, hizo llamar al mayordomo. Le dijo con voz clara que fuera a buscar a María, preguntándola si ya se encontraba bien. Para no entrar en batalla, me senté de nuevo sonriendo. Observé el reloj, una vez más, sin saber bien el tiempo que había transcurrido desde que María se había marchado de la sala tras la puerta blanca. Mientras, Teresa continuaba explicando sus vivencias en sus múltiples viajes. Hablaba con inteligencia, no hay que negarlo, sobre la cultura de África, de Asia, de los monumentos de Méjico y más países y poblaciones que jamás había oído. Se estaba haciendo algo aburrido ya el mono tema, y algo inquieto, con la mente en María, les hice unas preguntas sobre el viaje de la India, quizás para ver si sacaba alguna conclusión sobre si había viajado en tren. Una estupidez por mi parte, si están allí está claro que aquello que Carlos me contó no pudo ocurrir.


Un cuarto de hora tuve que esperar…

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