… que le habían regalado uno de sus múltiples novios ricos, algunos de ellos casados, otros divorciados, solteros, amantes de un solo atardecer, de una sola noche. Ella hablaba de éstos a su mejor amiga Sara, como si los demás no lo supiéramos. Pero Marta estaba enamorada, colada de Marcos, su eterno Marcos, como a ella le gustaba llamarle. Todo el pueblo donde solía veranear sabía que eran amantes; hablaban de ella por las callejuelas, en las pequeñas tiendas, pero a ella bien poco la importaba. Pero Marcos no aguantó más la presión, o quizás la represalias de su mujer, que le hizo abandonarla en aquel verano del noventa y ocho. Ella, destrozada, jamás volvió a pisar aquellas playas de arenas blancas; y así comenzó hacer fiestas en su gran mansión, haciendo ver que estaba bien, que disfrutaba de la vida, eso sí, destruyendo su vida e intentando amargar al resto. Eso lo conseguía a la perfección.
La noche avanzaba con más lentitud. Íbamos por la segunda copa, y Marta nos contaba una de sus anteriores fiestas; nadie le prestaba atención, aunque hacíamos que si nos importaba y mucho. Nos miraba por encima del hombro, sonreía hipócritamente, y hablaba de aquella forma tan seseante; siempre le había gustado exagerar sus formas, pero aquello era demasiado. Yo miraba, de vez en cuando alrededor y observaba al resto de los invitados. Hubiera preferido que Marta hubiera contratado la gran orquesta, como en otras ocasiones; pero hoy no le interesaba, quería, deseaba ser escuchada por nosotros, para poder presumir de sus grandes fiestas, para contarnos que somos grandes amigos. Sabíamos que sus fiestas solían ser aburridas, que no éramos amigos y que esa fiesta en concreto era para los grandes ausentes, que más inteligentes que nosotros, con excusas perfectas, con pretextos nuevos, habían esquivado ir a la mansión aquella noche. A ella parecía no importarle, ya tendría otras ocasiones para contarlo de nuevo, a sus amigos verdaderos. Si es que los tiene. Nunca supe si realmente ha tenido verdaderos amigos, o si éstos lo desearon alguna vez. Lo que si sabía es que no habían ido porque no les interesaban. A mí tampoco, pero estaba allí sin entender el porqué. No me lo preguntaré más en esta eterna noche, porque no me sirve de nada. He ido sido un idiota por ir, y ahora no puedo escapar de la noche aburrida. Mientras pienso todo esto, Marta continua hablando sin parar, sin razonar, ni tan siquiera nos deja responder a sus preguntas absurdas, que lanza al aire, para ser contestadas por ella misma. De vez en cuando, bebe a sorbitos pequeños de su copa, que se va vaciando lentamente, sin prisas… sonríe continuamente sin sospechar los aburridos que estamos. Quizás lo sospeche, pero no le importa en absoluto. Quiere ser escuchada, y por eso sigue hablando sin parar.
María, impaciente, nerviosa por algo que no sé, pide permiso con total educación, como quisiera ponerse a la altura de Marta. Esta, molesta, sonríe sin ganas, ya que iba a contar la parte más importante; lo decían sus ojos, al menos, para ella era algo que valía la pena. Le concede el permiso con un movimiento leve de cabeza. Creí por un momento que iba hablar, que iba a cortar el monologo de la anfitriona, pero no fue así. En silencio, se dirigió hacia la puerta blanca, maciza, parecía de puro mármol, y la abrió sin más. Me miro intensamente; yo me derretí por dentro, con un dolor intenso que no entendí; o mejor dicho, no quise entenderlo. Marta, con cara de asco, dejó de hablar, sirviéndose otra copa de cava y con voz irónica nos comentó que no iba a continuar hasta que no volviera María. Nadie dijo nada. Nos volvimos a mirar con estupidez. Llevábamos así unas cuantas horas. Aunque habíamos hablado entre nosotros, realmente no nos decíamos nada. Como ya os dije, algunos fueron por compromiso, otros para ver la gran mansión por dentro, y yo personalmente fui porque pensé que las personas interesantes, esos que Marta llaman sus mejores amigos, iban a estar esa noche. Algunos de ellos sí que eran verdaderos amigos míos, desde la infancia y me hacía bastante ilusión verlos juntos como en los viejos tiempos. Pero ellos fueron inteligentes y no se presentaron. Lo he pensando en más de una ocasión, pero la rabia me hace repetirme a mí mismo que no tendría que haber asistido. Por otra parte, me alegro de haber pisado aquella casa, ya que he podido conocer a María. Realmente no se de que conoce a la anfitriona, pero no parece llevarse muy bien. Conocerla, me hizo pensar por un momento que la velada podría estar bien, pero nada más lejos de la realidad.
Habían transcurrido tan solo cinco minutos desde la marcha de María y el silencio se hizo más fuertes que nosotros. Marta me miraba de vez en cuando. El teléfono sonó de nuevo. Dirigimos la mirada hacia la mesilla; Marta no se levantó de la silla. Me miró fijamente como si yo fuera el dueño de la casa, como si quisiera que atendiera yo la llamada. Arrastré la silla, para molestarla directamente a ella. Se tapo los oídos, siempre de forma exagerada, haciéndose la débil, la víctima de una batalla que la hacía suya, propia… y con voz seca, me ordenó que me sentara de nuevo. La desafié por un momento, con la mirada, pero me retuve. No entendí porque pudo retenerme, ni menos porque obedecí. Ella siempre ha sabido mandar y ahora puedo entender en parte, que nos había invitado a nosotros, lo que habíamos aceptado, para poder manipularnos a su antojo, poder mandarnos, que la dejáramos hablar a ella sola… Nadie podía entender porque esta vez no había cogido la llamada. El teléfono dejó de sonar y transcurrido unos segundos, en aquella sala parecía una eternidad, la mayor de las criadas, entró y susurró al oído algo que dejó boquiabierta a Marta. Exclamó, algo que no entendimos, pero tenía que ser algo importante, algo que la tuvo que molestar, porque inmediatamente se levantó sin mirarnos, con lágrimas en los ojos, y arrastrando por la manga a la criada, marchó tras la puerta del servicio. Observé al resto; Carlos, lejos de enterarse de lo que acababa de suceder, seguía tonteando con Sara. Estaban felices, los únicos que rieron en toda la noche. Mientras, mi cabeza no paraba de pensar, en porque María se había ido de aquella manera, porque Marta había salido llorando… quise imaginar lo ocurrido, pero nada se me pasaba por la mente… si, solo una cosa, aquella puerta siempre había estado cerrada con llaves. Nunca la vi abierta, por lo menos en el tiempo que estuve viviendo allí. Sí, yo también había sido un amante de Marta…
No hay comentarios:
Publicar un comentario