viernes, 18 de mayo de 2012

RELATOS VI

Entrada Original, Miércoles, 20 de Octubre del 2010


Rafaela tiene dos hijos adoptados porque nunca pudo tener hijos propios. Esta felizmente casada con Pablo, un abogado importante de uno de los mejores bufetes de Madrid. Ella dejó de trabajar durante un tiempo, ya que necesitaba hacer reposo para ver si se quedaba embarazada. No necesitaba trabajar, pero se sentía muy sola en casa, ya que su marido se marchaba temprano y no volvía hasta la noche; se aburría, pero entendía que las pruebas que se estaba realizando, su marido era fértil, ella no, y por recomendaciones del médico, se tenía que quedar en casa, casi sin moverse. Se aburría, si, porque las señoras que tenían en casa hacían todas las faenas domesticas, incluso no le dejaban a penas cocinar. Su pasión. Se pasaba horas y horas delante del televisor, viendo programas de marujas, novelas y demás estilo. De vez en cuando leía, pero eran demasiadas cosas. A penas salía a la calle, ya que sus amigas sí que trabajaban; cuando salía iba al parque, con alguna de sus amigas, que si eran madres. Ella había estudiado educación social, pero tuvo que dejar los viejos albergues, los centros de menores, cuando decidieron ponerse en serio para buscar al bebe deseado. Pero eso nunca llego.

En esa época, no fue muy feliz y cuando le diagnosticaron la infertilidad, se sintió muy desgraciada. Pero su marido, comprendió por lo que ella estaba pasando; dejó su egoísmo a un lado, ya que a él le daba igual ser padre. Por eso, dejó de lado todos sus pensamientos y se puso a favor de su mujer, que la amaba con locura; mira que había tenido oportunidades de ponerles los cuernos, con bellas señoritas, que algunos de sus colegas traían como compañía, en los largos viajes; pero jamás puso una mano encima a otra mujer; ni tan siquiera a Natalia, su secretaria, que le tiraba los tejos cada dos por tres. Eso Rafaela lo sabía, pero confiaba mucho en Pablo; y así fue, como Pablo le dio la sorpresa a su mujer. Iban adoptar a dos niños gemelos de un pueblo de Rusia.

Los tramites eran largos y pesados; unos cuantos viajes a Rusia para ver la desolación de los orfanatos; niños atados como perros, niños desnutridos, mal cuidados, por falta de dinero, higiene y una burocracia que no podían pretender; ver aquello les hizo soñar con más fuerzas, para al menos salvar a dos niños de aquel error. Mira que Rafaela había visto muchas desgracias, familias enteras desestructuradas por un feroz paro en España; padres que se tiraban a la bebida y perdían todo, acabando en un triste y frío albergue. En el centro de menores, niños marroquís de ocho años que habían cruzado la frontera bajo camiones y se dedicaban a robar. Niños rumanos, pequeños ladronzuelos enganchados al pegamento; violentos, maltratados, pero como aquello que sus ojos vieron en Rusia jamás.

Pasaron dos largos años hasta que llegaron los gemelos a casa; dos largos años de trámites, visitas, papeleo, test psicológicos y demás historias burocráticas. Fueron largos y a los dos se les hicieron eternos. Pero ese día llegó como el momento más feliz de su vida. Fueron a recogerlos hasta el orfanato, con todos los papeles en regla y al cogerlos en los brazos, les dio un fuerte beso. A llegar a España, hicieron una presentación familiar, con una gran fiesta por todo lo alto. Por fin Rafaela era madre y su vida cambiaria para siempre. A los dos meses, les bautizaron, celebrándolo con todos los seres queridos. Oficialmente ya tenían los apellidos del padre y de la madre. Algunos familiares no vieron con buenos ojos aquella adopción, y a regañadientes tuvieron que aceptarlo. Sobre todo la madre de ella, que algo racista, no entendía porque habían adoptado a dos niños rusos, habiendo niños españoles necesitados. Se lo había dicho por activa y por pasiva, pero Rafaela no estaba dispuesta a consentirle, ni por asomo, su absurda teoría. En España la adopción hubiera tardado, como poco, cinco años y era más difícil adoptar en el propio país, que uno extranjero. No estaba dispuesta a esperar tanto tiempo y era su decisión y de nadie más. Su madre tuvo que aceptar, aunque cuando tenía ocasión protestaba sin cesar. Viuda desde hace años, católica como la que más de su generación, hablaba con sus intimas amigas, de una manera amargada, sobre sus nietos. De hecho, nunca les llamo así.

Al año y medio, les inscribieron en la guardería. Pablo continuaba con sus largos y eternos viajes, eso no pudo evitarlo y Rafaela para no volver aburrirse, buscó un trabajo a media jornada en una institución de menores. Estaba a las afueras de Madrid. Allí había chicos y chicas de todos los países; la mayoría con padres, que lejanos en sus países, ellos habían venido con algún familiar mayor de edad, pero ilegalmente, bajo camiones, escondidos en contenedores, en pateras, buscando una felicidad que nunca encontraron. Al ser abandonados por sus hermanos o primos mayores, empezaron a robar y coquetear con las drogas. Algunos de ellos eran huérfanos y habían huido de sus países por alguna guerra que no podían comprender, cayendo en las garras de un país en crisis. Creían venir al paraíso y se encontraban con un infierno, en sus nuevas vidas. Algunos, la mayoría, se convirtieron en jóvenes delincuentes y al no haber acuerdos con los países de orígenes, les encerraban en instituciones donde casi no había solución. Su jornada laboral empezaba a las nueve de la mañana a una del mediodía, justo para recoger a sus hijos y darles de comer, pasearle por las tardes, dormir la siesta con ellos y poco más. Algún fin de semana iban a la casa de la playa, donde disfrutaban de largos paseos, comidas con los amigos y en verano buenos baños. Sus hijos iban creciendo con normalidad, y donde en Rusia una leve enfermedad, era casi la muerte segura, o secuelas para toda la vida, en España se curaron con una rapidez pasmosa; escandalosa para la mayoría de mortales, ya que no podían entender que nadie, ni el Gobierno anterior, ni el de ahora, hicieran nada para mejorar la salud de los niños, en general de todos los rusos. Pero no podían quejarse, ni tan siquiera denunciar, ya que las autoridades saben de sobra lo que ocurre en aquel país.

Los meses iban pasando con bastante ligereza, y el trabajo para Pablo y Rafaela, en abundancia, no hacía que pasara menos tiempo con sus hijos. Contabilizaban bien los horarios, se compenetraban al cien por cien, y la felicidad reinaba en su casa. La familia política de Rafaela, había encajado bien la llegada de los niños, incluso iban a visitarle con frecuencia. Había normalidad en sus actos y palabras; sin en cambio en la familia de ella, sobre todo la madre, las cosas eran totalmente diferentes. Casi no le afectaba, aunque si le dolía que su madre no aceptara del todo a sus gemelos. Apenas iba a visitarles y cuando su hija les llevaba a casa, casi siempre ponía una excusa para irse y así evitarles. No podía comprender, como una abuela, adoptiva o no, no tuviera cariño a esos dos niños y sin en cambio era toda una abuela para sus otros nietos. Eso escocía y mucho, en la familia, pero no hablaban del tema, ya que la madre de Rafaela había evitado siempre hablar de ello, como si la cosa no fuera con ella. No era el único familiar que esquivaba el tema, sus tíos, hermano de su madre, tampoco veían con buenos ojos a esos dos dulces niños. Pero le afectaba menos, e intentaba tener normalidad en las conversaciones, pero era difícil, cuando éstos, casi nunca iban a verlos. Durante un tiempo, apenas hablaban y las primeras navidades fueron difíciles, ya que no recibió ni tan siquiera una postal, cuando cada año se desvivían por ella. En fin, al final se acostumbro a ese desprecio y no le quito ningún ápice de felicidad. De vez en cuando lloraba o se desahogaba con alguna amiga, o primas bien avenidas. Es lo único que podía hacer.

Sus primeras semanas en el trabajo le costó un poco, ya que llevaba tiempo sin trabajar. Las normas seguían siendo la misma, controlar la violencia de los chicos, separarles en caso de peleas, pero a veces era bastante duro; los chicos se las ingeniaban para encontrar algo punzante, incluso había visto estampar contra un cristal a una de sus compañeras. No tenían respeto hacía las personas, ni a los bienes materiales de su casa de acogida. No podían salir a la calle, aunque había excepciones, en alguna excursión algún lugar de Madrid, pero no era lo habitual, ya que algunos escapaban y eran encontrados bajo cartones en alguna calle desapercibida de la ciudad. Pero no sé cómo se la ingeniaban para salir de allí, ya que más de uno se había escapado en más de una ocasión. Al igual que fumaban a escondidas, que mantenían relacione sexuales con algunas chicas del centro. Es más, incluso entre algunos chicos homosexuales, había varias relaciones estables. Éstos estaban separados del grupo principal, porque marginados por la vida, repudiados o huidos de sus países de orígenes, se sentían mucho peor que el resto. No por las compañeras del centro, que trataban por igual a todo el mundo, sino por los propios compañeros, que con un odio desafiante y nunca visto, les hacía la vida imposible; el centro optó la medida, más que prudente de separarles. Algunos psicólogos, no estaban de acuerdo con esa opción, pero tampoco tenían otra. En el centro la vida era bastante dura, porque a ellos se les intentaban enseñar algún oficio, pero no estaban los chicos por la labor.

Las chicas tampoco se libraban de sus peleas, casi callejeras, ni de los castigos. Algunas de ellas, mayores de 17 años, con algún hijo a su cargo, mantenían relaciones sexuales con algunos de sus compañeros del centro. Los asistentes, les proporcionaba preservativos, pero algunas creían que tener un niño en España iba a ser su salvación y no los utilizaba y volvían a quedarse embarazada. Era el pan de casi cada día. Rafaela, que había ampliado su horario, a medida que sus hijos iban creciendo e iban ya al colegio, pasado ocho horas en el centro, incluso a veces diez. Intentaba ser lo más comprensible con todos ellos, pero algunos abusaban de su confianza. También había recibido más de un golpe, o había sido empotrada en una de las cristaleras, pero su trabajo le gustaba, le satisfacía, porque veía que algunos de ellos eran capaces de salir.

Al medio año, llegó de Marruecos un chico de 17 años. Alto, fuerte, guapo, esbelto. Le habían llevado allí por robo y alguna pelea callejera en el barrio de Lavapiés. Había robado desde televisores en los almacenes de Alcorcón, hasta vender drogas en las puertas del instituto. Había llegado en patera con un hermano mayor, pero este, casado, marcho hacía Francia y allí consiguió un trabajo y una vida mucho mejor que no en España. Pero abandonó a su hermano o éste desapareció, ya que no quería seguir sus pasos. Sus padres, de un pueblo del oeste de Marruecos, pagó una fortuna para que sus dos hijos varones marcharan hacía Europa, en una vieja patera y pagarán con duros trabajos para poder recuperarse. Cosa que no harán, porque la cosa esta mal en el mundo, pues en esos lugares mucho peor. Tendrán a sus hijas, en ocasiones, como esclavas sexuales, para poder llevarse algo a la boca. Lo que no sabrán, es que sus hijos deambularan por Europa hasta que encuentre un país que les acoja, le den trabajo, papeles; pero sus hijos, luego desagradecidos, no harán nada para ayudar a su familia. Unos porque no podrán ayudarles y otros porque se podrán acomodar hasta olvidarse de su humilde origen. Y eso le paso al hermano de Omar, que cuando se pudo instalar en Francia, conseguir ayudas del estado, una casa donde vivir, se olvidó de sus padres. Al principio llamaba cada día, luego fue dejando de llamar y de enviar dinero; ahora todo es para él, su mujer y sus tres hijas. No quiere saber nada de su país y no hace como otros compatriotas, viajar cada verano, soportar horas en la aduana; él se queda en Francia, incluso viaja por Europa, como uno más. Sin en cambio Omar, corrió otra suerte. Al pisar tierra Española, fue perseguido por la policía. Se separó casi desde el principio de su hermano, pero tenían ambos planeados reencontrarse en Madrid, en casa de un familiar lejano, con un negocio ya montado, quien les indujo a dejar su casa; pero la cosa no fue así. Tras escabullirse de la policía, encontró un trabajo, mal pagado, por supuesto, recogiendo frutas. Les pagaba una miseria y dormía junto a quince más en una pequeña estancia. Al menos, eso pensó él, aquí si llueve no me mojo, como algo y bueno, tengo un pequeño paso para conseguir los papeles. Pero el futuro de Omar, y de muchos como él, era trabajar catorce horas, recogiendo frutas de la temporada, los papeles nunca llegaban y el dinero no era suficiente para salir adelante. Estuvo así unos cinco meses, y harto ya de promesas, de vivir en esa situación, partió hacia Madrid. Allí su primo, lejano, le acogió durante una temporada, pero su hermano ya no se encontraba. Le intentó llamar, en más de una ocasión, pero como si no fuera la cosa con él, éste pasaba totalmente de decirle donde se encontraba, y que se espabilara. Al principio ayudaba a su primo en el negocio, pero las malas compañías hicieron mella la relación. Él le dijo donde se encontraba su hermano, y le aconsejó que se marchara con él; que dejara de frecuentar el bar del barrio, dónde iban los jóvenes delincuentes a emborracharse y a drogarse. Que fuera decente, que él le iba ayudar, pero si seguía así, le iba a echar de allí. Omar, tan feliz cuando tomaba alguna sustancia, empezó a robar en los barrios de más influencia turística; le era fácil, tenía agilidad con las manos, luego llegaron las grandes mercancías, junto a su grupo de amigos. No lo eran, pero él creía que sí. Fue detenido en varias ocasiones, pero eso no le servía de escarmiento. Estuvo a punto de ser extraditado, pero se escabulló marchándose a un pueblo de Barcelona, durante una temporada. Pero allí no se encontraba a gusto, y conociendo algunos delincuentes juveniles, estuvo un tiempo, en un centro de menores. Pero allí se las ingenió para escaparse, regresar a Madrid y empezar a deambular de un lado para otro. La verdad, que es bastante inteligente, pero no sé si por las influencias o por su mala cabeza, no quería aprender los oficios que pudo aprender en varios lugares. De su hermano, ya no quiso saber nada; su primo le dijo que allí no volviera, que él tenía un negocio y él si ayudaba a su familia. Por lo tanto, volvió a las viajas andadas, hasta que unos africanos, le consiguió un pequeño trabajo y unos papeles, los necesarios para seguir estando en España. Pero él quería ser libre, y no pensaba en ningún progreso, solo vivía el día a día, y regresaba casi todas las noches aquel viejo bar. Allí mismo fue de nuevo detenido, hasta ser ingresado en el centro de menores, donde Rafaela trabajaba. A punto de cumplir los dieciocho, su vida pegó un giro de trescientos sesenta grados. La de él y la de Rafaela.

El día que se conocieron, Rafaela ya llevaba casi un año en el centro trabajando; le había ocurrido varias historias desagradables, con una de las chicas, que le había amenazado incluso de muerte, por tratar de ayudarla. Ella lo llevaba bastante bien, a pesar de estar en situaciones violentas, en la mayoría de veces; ver a diario como chicos se destrozan la vida, no era plato de buen gusto. Ella, podría estar en casa tranquilamente, llevaba una vida bastante cómoda, pero no se sentía llena estando en casa, esperando a su marido, que seguía llegando a altas horas de la noche; con sus hijos pasaba el tiempo suficiente, al menos ella lo veía así. Una de sus amigas le había ofrecido trabajo en una boutique, pero ella no estaba dispuesta a soportar a gente adinerada, súper pija, que se probaban trajes y trajes y casi nunca compraban nada. Prefería ayudar a gente desamparada, aunque tuviera que soportar a veces, gritos a diarios, peleas, broncas… podría hacer media jornada, pero el centro la necesitaba en pleno rendimiento. Es más, Rafaela había estudiado para trabajar en cetros así, y aunque no le hiciera mucha falta, quería continuar. Su familia, la madre, le decía en cada momento que no sé lo que hacía allí trabajando; sus tías lo desaprobaban, pero era su vida, y no se iba a dejar manejar por nadie. A veces, pensaba, que trabaja en el centro para fastidiar a su madre. Ella seguía sin ver a sus nietos y eso le rompía de dolor, y era como una especie de venganza. Sí que es cierto que muchas veces se preguntaba qué hacía allí, pero cuando veía que de verdad estaba ayudando a alguien, tan inocente, a esas edades que podrían salir de ese pozo, se sentía realmente satisfecha.

Con Omar le pasó. Esa mañana, alrededor de las diez y cuatro, uno de los abogados del centro, junto a dos psicólogos, entraron por la puerta de cristal, roto por uno de los lados, y que estaban esperando a ser arreglado, con ese chico de pelos rizados, característicos de los magrebís; era alto, esbelto, fuerte y Rafaela pensó para sí misma, que si tuviera unos cuantos años más, que no le importaría enrollarse con él. Sonrió al tener ese pensamiento, y se puso colorada, como si alguien pudiera leer su mente. Ella tenía papeles que rellenar, y tras no quitarle la mirada durante unos segundos, fijó sus ojos en los formularios. Omar, que había notado sus ojos negros en los suyos, sonrió. Le llevaron hacía las duchas, allí se pudo cambiar y le llevaron al cuarto de las manualidades. El protocolo siempre era el mismo. Llevarle allí, hablar con él a solas, intentar entender su vida, que le había llevado allí, vamos, entender su situación. Siempre estaba un abogado presente, dos psicólogos, la directora del centro y según el turno, alguno de los monitores, en esa ocasión era Rafaela, que con unos cuantos años de experiencia, sabía tratar a los chicos. Aunque hiciera mucho que no ejercía, ya llevaba el tiempo suficiente para poder estar en estas charlas. A parte, no había demasiados monitores donde elegir, porque muchos, tras ver las trifulcas, las cuchilladas y demás movidas, se largaban en cuando podían.

Se había puesto un chándal, obtenido con los pocos recursos que tenía el centro. Omar no había venido con maleta, ni tan siquiera con una pequeña bolsa. Aquello era raro. Olía a limpio, y en uno de los momentos que se puso de pie, le marcaba en la entrepierna, su pene. Para la edad que tenía estaba bastante desarrollado. Rafaela apartó ese pensamiento obsceno, y empezó a escucharle de verdad. No hacía falta ningún traductor, se defendía muy bien en castellano. Explicó su situación lo mejor que pudo, lleno de tacos, pero se le entendía a la perfección. Se le notaba que era inteligente, y que no había sabido aprovechar el irse con su hermano a Francia. En primer lugar, le tenían que ayudar a quitarse algunos hábitos; no iba a ser nada fácil, pero no imposible. Y le llevarían al taller de carpintería. Esto lo iban deduciendo al ritmo que él iba explicando todo. Era fácil de adivinar, que no había podido estudiar, dado la situación familiar y otras circunstancias, pero sus rasgos, sus palabras, quitando los tacos, hacían presagiar que no le iba a ir mal en el taller. No sé, todos llegaron a la misma conclusión, que si hubiera aprovechado ciertas situaciones, ahora podría estar en un puesto de trabajo, al menos decente; se sabe que la vida, con la crisis, estaba puta, pero parecía tener talento con sus manos. Y era bien cierto.

Esa noche, Rafaela soñó con él, en escenas bastantes subidas de tono. La verdad que hacía mucho tiempo que no practicaba sexo con su marido, y el percibir la forma del pene de Omar, necesito desahogarse. Era guapo, bastante y no aparentaba la edad que tenía. Aunque se quito esa imagen de la cabeza; era una locura pensar en él sexualmente. Conocía personalmente algunos casos de algún monitor que se había enamorado de alguna chica y le había sacado de allí. Pero no todas habían terminado bien, ya que aparte de estar prohibido, la gente no lo veía con buenos ojos. Críticas por parte de la sociedad, por parte de la familia, y bastante ya tenía con su madre; la mayoría de ellos se habían conocido en el centro y una vez cumplido los dieciocho años y no tener demasiadas faltas grabes, es decir, que podían salir de allí con libertad, habían convivido. Unas terminaban mal, la mayoría, y un bajo porcentaje terminaba casi como en un cuento de hadas.

Rafaela nunca había sido infiel a su marido, y la verdad que le quería mucho, pero últimamente a penas se veían y menos aún mantenían relaciones sexuales. Pero a eso, a pensar en Omar como un hombre, había un abismo. Cuando se masturbó, imaginando su pene en su vagina, en sus manos, se lo quitó de la cabeza de un plumazo, pensando en sus dos hijos, que crecía en harmonía.

Al día siguiente, pidió a la directora trabajar cien por cien al lado de Omar; ella, como buena profesional, quería ayudarle, tenía posibilidades, a pesar de todo lo que había vivido. No sé, ese chico le había llamado la atención, como algunos que habían pasado por el centro, acabando sus estudios, sus talleres… eso si debía apartarle de las malas influencias, que de eso estaba lleno el centro. La directora no se opuso, Rafaela, era bastante buena en su trabajo y le dio permiso para implicarse en el nuevo inquilino del centro de menores.

Los primeros días fueron duros para ambos. Él quería seguir a su aire, aunque estuviera atrapado allí. Ella quería ayudarle con toda su fuerza. Él se oponía a sus palabras, a sus tácticas, pasando un poco de lo que hablaba y a veces se largaba a mitad de las clases de carpintería. Tenía talento, eso lo dijo el profesor, pero se resistía atender y era difícil de dominar. Pero cada vez las charlas con Rafaela, pasaron ámbitos más personales, incluso a íntimos. Él supo darle la vuelta a la tortilla y le llevo a su terreno. Ella fue quien hablo de su vida privada, aunque consciente de hacerlo, no podía parar. Él la miraba con ojos tiernos, casi comiéndola con la mirada. Rafaela, tiene treinta siete años, y aún era bastante atractiva. De eso era consciente, pero felizmente casada; se puso nervioso con la mirada intensa, de sus ojos negros, intensos, como una noche estrellada, por el brillo que transmitía. No sé, le cautivó su manera de expresarse, como un adulto, sin tacos, sin malas palabras y sin saber bien porque le besó en la boca. Enseguida se apartó y nerviosa, se levantó del suelo, eso sí, observando la tremenda erección de Omar. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo ha llegado a esa situación? Las preguntas le retumbaban en la cabeza, sintiéndose culpable por aquel beso. Salió del centro, a fumarse un cigarro, aunque llevaba tiempo sin probar ni un cigarro. Pero siempre llevaba en el bolso, sin saber bien porque. No podía dejar de pensar en Omar, en su erección, y en la dicha situación. No había sido nada profesional, se decía Rafaela; ¿Qué pasara cuando llegué a casa? ¿Le podré mirar a la cara? Preguntas que le atormentó durante el resto de la tarde; sin volver a entrar, le hizo buscar el bolso a uno de sus compañeros y salió del centro directamente a su casa, para refugiarse en sus hijos. Pensó en no volver más.

Así estuvo unos días; no piso el centro, y alegó que estaba enferma. Un médico, amigo de su marido, le dio la baja por cualquier cosa; éste le debía algunos favores y le suplicó que no se lo contara a su marido. No hacía falta que lo hiciera, ya que Pablo, al contarle su esposa que no iba a ir a trabajar, durante unos días, incluso que a lo mejor dejaba el trabajo, se alegro bastante. Él nunca quiso que trabajara, y menos en centros de menores y albergues, pero como lo habían pasado tan mal con el tema de los niños, le consentía casi todo. Así que, no preguntó el porqué no iba a trabajar. Ella no entendía que no le preguntara el porqué, y no se entendía a si misma por haberle engañado; no por el beso en sí, sino por no decirle que había cogido la baja. Algo que ni ella misma no comprendía. Si fue una estupidez, se decía una y otra vez, no volverá a ocurrir… ¿y si no era así? Esos días se hicieron eternos, llenos de preguntas, sin respuestas; en vez de aclararse, pensaba más en el pobre Omar, y en el resto de chicos. No podía abandonarle ahora, pero tampoco podía implicarse tanto. ¡Si solo fue un beso! Una y otra vez, como una noria, giraba la frase. El remedio de no ir fue peor que la desdicha del beso en sí.

A los ocho días, tras pasar las horas junto a sus hijos, algunas amigas y una visita, más que sorprendente de su madre, volvió al centro. Los compañeros le preguntaron cómo se encontraba y disimuló bastante bien. Estaba algo nerviosa. Al psicólogo, al más mayor, le preguntó por Omar, y la respuesta le gustó; demasiado, se dijo a sí misma, al saber que Omar estaba teniendo un comportamiento bastante bueno; no se había dejado ninguna clase, en el oficio de la carpintería, y estaba llevando bastante bien el tema de no probar ningún cigarrillo, y de algún otro vició que había adquirido en la calle. Fue como un milagro. ¿O fue mentira lo que él había contado? La conclusión fue que no; no había mentido, había sido verificado por el trabajo riguroso del centro. La verdad que Rafaela se sentía feliz. Esos primeros días, no se atrevió a mirarle a la cara.

Dos semanas después del primer beso, llegó el segundo. Ella durante ese periodo de tiempo no había dejado de pensar en él; Omar, se había masturbado a diario pensando en ella. Fue un amor a primera vista. Él no le daba importancia a la gran diferencia de edad, pero ella solo pensaba en eso; ni tan siquiera había pensado en un instante en su marido y sus dos hijos. Tampoco había ido más allá de unos pensamientos sexuales, pero sí que reconocía que sentía algo extraño por él. No podía quererle, pero sentía una gran atracción física irresistible. Nunca le había pasado esto con otro hombre y veía que sus sueños se derrumbaban a pasos agigantados; pero no se iba a permitir cometer el error en hacer algo con él. Aunque eso le duró poco. Tras continuar las sesiones diarias y ver que había progresado mucho, hicieron una sesión individual los dos solos. Omar en frente de ella, le iba explicando más cosas de su vida. Rafaela escuchaba atentamente sus palabras y en un momento de la conversación, no pudo resistirse. Se levantó, se acercó a él y le beso en la boca, mientras las manos le acariciaban su pene. Notaba como crecía en su pantalón y deseaba tocarlo, olerlo, sentir su calor. Omar le acariciaba los senos, insinuantes tras una blusa fina. Ese instante fue mágico para los dos. Normalmente esas sesiones se hacía en una sala sin cámaras, por eso ella quizás se dejo llevar. Sus labios se separaron, mientras se miraban a los ojos. No hicieron falta palabras, con la mirada se decían todo. Se acariciaban mientras se daban besos cortos e intensos. Un cosquilleo recorría los dos cuerpos. Sabía que no podían hacer nada más allí, en el centro no iban a tener intimidad. Además, a la vez que Rafaela sentía una felicidad rara, sabía que no podía ir más allá de esas caricias. La edad, su profesionalidad se lo impedía. Pero no daba marcha atrás; se dejaba llevar por los instintos primitivos.

La hora y media había pasado y tenían que salir de allí. Ella tenía que presentar el informe sobre su impresión y él tenía que regresar al aula de carpintería. Se despidieron con un beso apasionado y sin saber bien el porqué, Rafaela le prometió que haría todo lo posible para verse fuera de allí. Y así hizo. Tras presentar el informe y los siguientes días, la cosa iba bien. Él había cambiado de la noche a la mañana, como si nunca hubiera tenido problemas. Para tener diecisiete años, sabía cuidarse solo. Había cometido muchos errores, pero estaba aprendiendo de ellos y muy deprisa. También se sentía bien con Rafaela y se estaba enamorando de ella, aunque no sabía bien lo que iba a pasar, iba a luchar por ella. Sabía de sobras que no iba a ser fácil, y más en el tiempo transcurrido, ya que nunca se había enamorado de aquella manera. Él estaba seguro que era amor, y la verdad que si lo era.

Pues la promesa llegó a la tercera semana tras esa pasión; habían tenido otros encuentros, para nada fortuitos, con encuentros escondidos, besándose por rincones donde la cámara no les veía. Ella apenas había hecho el amor con su marido y no se sentía culpable por ello. Si que le entristecía y se reconcomía la cabeza cuando pasaba las largas tardes con sus dos hijos. Era como si no les quisiera ya, como si hubiera sabido todo esto no lo hubiera adoptado. Era duro, y mucho, reconocerlo, pero se sentía así. Mala madre, como la suya. Nunca llegó a imaginar pensar así, pero quería estar con él. Pues una de las tardes el sueño se cumplió. Tras hablarlo con sus superiores, le concedieron una pequeña excursión a ambos solos; ella dijo que le iba venir bien salir unas horas de allí y hacer una terapia en el aire libre, le iba hacer reflexionar más duramente de lo que había hecho en el pasado. Puso todo su empeño para conseguir esa libertad, y la recompensa fue espectacular. Los dos salieron hacia las cuatro de la tarde, con algo de abrigo, comenzaba a refrescar, y se dirigieron hacia el parque. Rafaela se sentía joven a su lado. No pudieron darse la mano en ningún momento, en la calle, a plena luz, pero ella le tenía reservado una sorpresa. Cerca de aquel parque, antiguamente, su marido tenía un pequeño apartamento, que hacía siglos que no pisaban. Ella encontró la llave bajo unos viejos pañuelos, en su tocador. Tras sentarse en el parque y no dejarse de mirar, de sonreír, ella le tapo los ojos un instante y allí mismo le beso. Le susurro luego al oído que quería hacer el amor con él y que esa misma tarde lo iban hacer; él sonreía con naturalidad, sin complejos de ningún tipo. Se dirigieron al apartamento, abrazados, aunque Rafaela se apartaba cuando veía a alguien. No podía arriesgarse a ser vistos por algún conocido, aun sabiendo que aquello era imposible; hacía años que no pisaba aquel barrio, pero quería ser cauta. A él le hubiera gustado estar abrazados por la calle, rozándose las yemas de los dedos, y así se lo hizo saber. Ella sonreía con cierta timidez. Al llegar al apartamento hicieron el amor salvajemente; al fin Rafaela sintió su hermoso y enorme pene en sus manos, en sus labios, pudo saborearlo, olerlo, tenerlo, sentirlo dentro de su vagina. Se besaban con pasión, como si nunca más se volvieran a encontrar. Se rozaban las manos, sentían el fuego que había dentro de los dos amantes. Sintió su aliento en su espalda, las manos de él en sus senos, su eyaculación dentro de ella. Fue apasionado, real, transparente. Tras terminar, los dos se sintieron mucho mejor y él sin cortarse le dijo que se estaba enamorando de ella, que quería tenerla a todas horas a su lado, que ella podría ser la salvación del buen camino. Ella, también sincera, le comentó que no era tan fácil como aquello, que ella tenía a su marido, sus dos hijas, responsabilidades, pero que si sentía algo especial hacía él; no se atrevió a decir amor. Había transcurrido poco tiempo desde que se conocían, pero sabía que algo ocurría dentro de ella. Pero no quiso decírselo, al igual que no pudo prometerle nada.

Esa noche Rafaela, a solas, se sintió feliz por haber conocido a Omar, y su mente empezó a imaginar la vida junto a él. En su imaginación, no pensaba en el que dirán, en su madre, en su familia, solo en Omar. Pero fríamente, si que sabía que no estaba haciendo bien, pero tampoco mal. Estaba hecho un lio con este tema. Él quería huir con ella, y se imaginaba la vida en aquel apartamento o en otro lugar, junto a ella, trabajando en una carpintería, pero antes tenía que cumplir la condena. Se lo iba hacer saber, porque quería estar con ella, y estaba seguro que era amor. Y lo era.

Los encuentros entre los dos amantes eran cada vez mas frecuentes; ella pasaba más horas en el centro, desocupándose de sus dos hijos, de sus obligaciones familiares, y a su marido le empezaba a mentir. Por suerte para ella, muchas ocasiones no tenían que decirle nada, ya que él se encontraba de viaje. Nunca le había dado tantas explicaciones, pero veía necesario hacerlo; era como si se limpiara la conciencia. Con el tema de sus dos hijos era totalmente distinto; había luchado por ellos, se sintió madre, pero los estaba dejando de querer por Omar. Era duro reconocerlo, pero era así. Ya no había marcha atrás. Ahora si sentía amor hacía él, y él por ella. Era amor, se amaban y para eso tenían que renunciar a muchas cosas. Ella demasiadas. La vida cómoda, de nuevo abandonar el trabajo… y una larga lista, pero estaba dispuesta a sacrificar todo por amor. Sabía que nadie lo iba a entender y menos que abandonara el hogar, por eso decidió no decírselo a nadie. Ni tan siquiera a su mejor amiga, cual relación también la había abandonado por pasar más horas en el centro. Omar ahora es su universo y ella se sentía así con él. Nunca pensó, ni se le paso por la cabeza, en ningún momento, que él la estaba utilizando para poder salir de allí y escapar. Pero él le era verdaderamente sincero. Era amor sin dudas. No había dudas por ambas partes.

Tras unos meses de relación, de encuentros amorosos, de besos furtivos, de grandes deseos, y de buenos informes, llegó el cumpleaños de Omar. Iba a cumplir dieciocho años, por lo tanto, si el juez no revisaba su caso, tendría que ir a la cárcel o tener libertad bajo vigilancia diaria, o en el peor de los casos iba a ser deportado a su país; para que esto no ocurriera, tenía que encontrar trabajo. Ellos esto lo habían hablado y por contactos de amigos de su aún marido, le encontró un trabajo en un taller pequeño de carpintería de Majadahonda. No le iba a dejar escapar así por así y menos a la altura de la relación que llevaba. Algunas personas del centro les había pillado haciendo manitas, pero no dijeron nada. Tras celebrar el cumpleaños, y obteniendo la mayoría de edad, él debía de salir de allí. El juez no determinó que pasara a diario por un juzgado. Los informes habían demostrado el gran cambio, y no se preocupó de que no tuviera ningún familiar en España. Era mayor de edad, por lo tanto, era responsable de sí mismo. Naturalmente que a su casa no le podía llevar, aunque pensó en contratarle ella misma, sería ya muy descarado. A parte, el marido se opuso, ya que no le daba mucha confianza traer a un joven y reformado delincuente. Su madre puso el grito en el cielo y le canto las cuarenta sobre el descuido familiar. Así que se olvidó del tema, pero sí que le dio cobijo en el apartamento donde mantenían relaciones sexuales; por eso sus encuentros eran cada vez más frecuentes y el tiempo se les pasó más rápido. Omar trabajaba muy bien en la carpintería y estaba contento de su relación; Rafaela continuaba en el centro, pero había vuelto a la media jornada para poder pasar más tiempo con él, aunque ahora salía de casa con más frecuencia para estar con su joven amado. Algo tenían que hacer con esa situación y decidir los pasos que dar. Querían estar juntos y casi no le importaba ya la diferencia de edad, ni lo que dirán. Incluso Rafaela discutía cada vez más con su marido por el tema de sus hijos. Cada vez les veía menos y eso a Pablo sí que le preocupaba. Su matrimonio ya no era lo que fue en el pasado, y todo lo que habían luchado juntos, Pablo tenía la sensación que no había servido para nada. Su mujer cambió la forma de vestir, el perfume, sus salidas tan disparatadas y quiso hablar con ella; y lo hizo. Fue en una comida de un domingo, que ella protestando por los planes que había hecho con Omar, al final accedió a comer con su madre. Hacía mucho tiempo que no lo hacían y que ella no veía a los niños. Así que aquel domingo se descubrió todo. Habían preparado una barbacoa en el gran jardín, junto a la piscina aquel día tan caluroso. Los niños correteaban, mientras eran vigilados por una niñera; uno de los cocineros preparaba la carne, mientras ellos tres, sentados, tomando el aperitivo, le insinuaron a Rafaela el cambio que había pegado. Su madre, no muy devota de los niños, pero escandalizada por el comportamiento de su hija, le comentó que porque no pasaba más tiempo con ellos, como tiempo atrás, ahora que hacía media jornada. Pablo la interrumpía, dándola la razón y argumentado del cambio que había realizado… Ella harta de esta situación, acorralada y muy enamorada de Omar, lo confesó todo. Tras la explicación, se levantó sin más y pidió el divorcio. No hubo comida. Y feliz marcho en busca de su novio. Su marido y su madre se quedaron escandalizados, plantados en aquella mesa llena de sabrosos aperitivos. No tuvieron opción a replica.

A los tres meses de aquella confesión, ya viviendo juntos Omar y Rafaela en un apartamento alquilado, desde aquel domingo, llegó los papeles del divorcio. Se iba a quedar con una gran suma de dinero y la custodia se la concedía a Pablo. Él no entendía como Rafaela, con lo preocupaba que estuvo tras no conseguir ser madre, con la lucha que mantuvieron con la burocracia para adoptar a sus dos hijos, pudo abandonar así a sus hijos. Podía entender que se enamorara de otro hombre, casi podía aceptar que fuera joven, demasiado, que fuera alguien con aquel pasado, que fuera magrebí… todo eso lo podía aceptar, pero que dejara de lado a sus dos hijos, no pudo nunca comprenderlo.

No hubo problemas en las firmas y la separación fue inmediata. Con los papeles en mano y el escándalo en su familia, porque para ellos fue un escándalo, la dejaron de lado; incluso sus amigas, hablaban mal de ella. Parte de razón tenía, porque nadie podía creer como ella había cambiado tanto… pero eso a Rafaela no le importaba ni lo más mínimo. Era feliz con Omar. Era una mujer completamente nueva junto aquel chico. Él la amaba. Y los dos emprendieron una vida juntos, marchándose de Madrid.

Tres años más tarde, la pequeña carpintería que había instalado en un pueblo pequeño de Murcia le funcionaba bastante bien. Ella trabajó en un albergue juvenil, continuaba ayudando a más jóvenes descarrilados, y junto a Omar fue muy feliz. Nunca más supo de Pablo, nunca más supo de sus hijos y solo les vio en el entierro de su madre. Había abandonado todo por él.

 

2 comentarios:

  1. Me encanta esta entrada x una parte. Me hace recordar q mi tia estuvo en esa situación en la q no podían tener hijos y adoptaros a dos niñas, dos preciosidades q nos han dado vida y q aunq no sean de tu sangre las sientes así y mas si cabe. Yo espero q la relación de mi tia no acabe como esta y a esas niñas tg la vida q se merecen. 1 abrazo campeon!!

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    1. Seguro que no acaban asi y tienen la vida que se merecen :-)
      Un abrazo crack

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