Era la hora de la comida y mi
hermano Sebastián no había llegado; mi madre se empezaba a preocupar, ya que en
esa semana tenía el turno de tarde y se echaba la hora encima; por la mañana
había salido a correr un rato y tras una ducha refrescante, llevó a mi sobrino
Miguel, a dar una vuelta con la moto. A mi padre no le hacía mucha gracia, a mi
madre menos, pero él no iba por carretera, sino por caminos polvorientos, que
llegaban a las fuentes naturales, que teníamos en el pueblo. Tras la vuelta y
descansar, junto al pequeño estanque, donde manaba las fuentes que abastecían a
varios pueblos, un agua fría, buena, saludable, regresaron a casa. Por un
instante se metió en su habitación y luego recordó que tenía que ir hacer el
último recado. Cogió de nuevo el casco. Miguel fue tras de él, pero yo le cogí.
Arrancó con una sonrisa y toco el claxon. Mi sobrino le encantaba oír el sonido
y le hizo reír.
Ayudé a mi madre a preparar la
mesa; había cocinado unas ricas lentejas. Puse los vasos, los cubiertos y pique
un poco de ensalada. Tenía hambre. Días anteriores había estado enfermo y
llevaba unos días sin ir al colegio. Ese día parecía que ya me encontraba bien,
ya que el apetito había vuelto. Mi madre me dio un pequeño manotazo en la mano,
ya que cogí varias aceitunas con los dedos; le guiñé un ojo y cogí un pedazo de
pan. Fui a la nevera a coger algo de embutido, y me fui para el patio. Mi
padre, ya se había sentado en la mesa; mi madre miraba el reloj una y otra vez.
Llego al poco rato mi hermana. Llevaba aún la bata del trabajo. Su hijo, corrió
a sus brazos. Le dio varios besos, cogiéndole la mano. Se sentaron conmigo.
Suspiró del cansancio acumulado. Se encendió un cigarro. Nunca la había visto
fumar de aquella manera y no sería la última.
Ya alrededor de la una, mi madre,
inquieta, no paraba de asomarse a la calle; se quedó inmóvil en una de las
esquinas. Ya estaba muy nerviosa. Mi padre la llamó para que se tranquilizara;
seguramente se había entretenido con uno de sus amigos, pero si era raro que no
llegará a casa, para comer e irse al trabajo. Era su primer trabajo serio, con
contrato y estaba muy contento, ya que podía costearse sus gastos y su gran
pasión: las pesas. No había faltado ningún solo día y era más que puntual. Por
eso era extraño que no hubiera llegado ya. Nos sentemos en la mesa, y nosotros,
lo más pequeños, comencemos a comer. No llevábamos ni cinco minutos comiendo,
cuando sonó el timbre. Era raro que alguien llamara al timbre, ya que todo el
mundo solía entrar por la parte del almacén, que solíamos tener abierto, para
estar en el patio; en el barrio nos conocíamos a la perfección y por las
tardes, cuando regresaba del colegio, mis vecinas se reunían allí con mi madre,
pasando la tarde. Quienes llamaban al timbre, solían ser el cartero, si tenía
que entregar alguna carta certificada, y los empleados del gas, luz… pero en
esa ocasión, por desgracia, no era ninguna de esas personas, sino era la
policía. Fue mi padre quien abrió. Le oíamos titubear. Mi madre, nerviosa, y
sin saber que había ocurrido, se puso a llorar. Se acercó al policía, con
nerviosismo. Éste, les dijo que mi hermano había tenido un accidente, que se
encontraba en el hospital del pueblo de al lado, al recién estrenado, y que les
acompañaba. Una mujer, de unos cuarenta y cinco años, se acercó llorando,
nerviosa, temblando, y les dijo a mis padres, casi sin entender nada, que
sentía mucho lo que había ocurrido, que no le había visto, que les acompañaba
al hospital. Los cuatro se fueron. Mi hermana mayor se hizo cargo de nosotros.
Yo le pregunté a mi hermana que
había ocurrido y cuando íbamos a saber algo de Sebastián. No entendía porque mi
madre se puso a llorar, sin a ver visto a mi hermano, pero esa angustia me hizo
vomitar. Las horas se hicieron eternas, pesadas y hasta al anochecer mi madre
no regresó a casa. Le acompañaba aquella mujer, desconocida para mí; les contó
a mis hermanos que Sebastián le había llevado al hospital de Barcelona, ya que
le tenían que hacer pruebas más complejas. Mi padre se había quedado con él. Le
dijo al oído algo a mi hermana y se marchó. Ella, le preparó un caldo. Mi
madre, tumbada en la cama, con una expresión que nunca había visto, me llamó.
Me abrazó con fuerzas, acariciando mi espalda y dándome besos. Mi hermana le
llevo el caldo y una pastilla. Quise preguntar que era, pero con su mano, me
hizo un gesto de que me fuera.
Esa noche, nos costó dormir a
todos. En esa época no teníamos teléfono, y casi ningún vecino lo tenía. Era un
lujo que casi nadie se podía permitir. Así que, la angustia que producía el no
saber nada, era mayor. A la mañana siguiente, mi madre, apenas sin haber
dormido, cerca de las cinco de la mañana, mi madre nos levantó. Íbamos a ir
todos a Barcelona, en el viejo tren, que unía mi pueblo con la capital. Hacía
mucho tiempo que no iba, la última vez, fue al zoo, en una excursión escolar.
Pero aquella vez era totalmente diferente; mi madre casi nos llevaba en
volandas, no quería perder el tren de las 6.30, ya que en esa época solo salían
cada dos horas. Pago los billetes y nada más sentarnos, el tren empezó el
recorrido. Alrededor de las nueve, estábamos en Plaza España, demasiado tiempo,
demasiadas angustias, y aun nos quedaba el metro, unas veinticinco paradas para
llegar al hospital.
Mi padre nos esperaba en la
puerta; ya le habían hecho las primeras pruebas, y no tenía buena pinta. Tenía
dañada la medula y era más que probable que no volviera a caminar; solo había
un rayo de esperanza, que se esfumó tras la última visita del médico.
Confirmaban que tenía dañada la medula y que se quedaría en silla de ruedas,
que ni tan siquiera iba a volver andar, y que intentarían, que tras una larga
rehabilitación, al menos, se pudiera poner de pie, con ayudas de muletas, pero
que no podían asegurar que eso ocurriera. Con un apretón de mano, y la angustia
marcada en el rostro del médico, dio media vuelta, dejándonos destrozados. Mi
madre abrazaba a mi padre, llorando, desconsoladamente. Tras serenarse, y
maquillarse para disimular el sollozo, cual cosa no consiguió, porque los ojos
de mi madre estaban tristes, entremos a verle. Estaba en una gran habitación,
con 8 personas más. La mayoría jóvenes. Mi hermano empotrado en la cama, con un
collarín, tenía la mirada perdida. No era para menos, su vida había dado un
giro de tres ciento sesenta grados y el saber que no iba a volver a caminar, a
montar en moto, a seguir con una vida normal, iba a cambiar también su
carácter. Nos pusimos alrededor de él y le dábamos ánimos. Casi sin saber que
decir, sin saber que transmitir en ese doloroso momento. Él no decía nada, solo
intentaba sonreír, forzosamente.
Ese fue el primer día de muchos;
estuvo casi nueve meses ingresado, y nosotros, los familiares habíamos vivido
prácticamente en el hospital. Allí empezó la rehabilitación y buenas amistades,
de gente, que como él, estaba en la misma situación, unos por accidentes, otros
por tirarse de cabeza, en las aguas cristalinas de cualquier acantilado.
Veíamos también niños, verdaderas tragedias. Yo a mis padres apenas les veía y
era mi hermana que se encargaba prácticamente de la casa. Yo iba a verle los
fines de semana, todos. Los enfermeros, médicos y el personal del hospital,
tenía siempre una sonrisa para nosotros, intentando darnos ánimos
constantemente. No fue fácil para nadie, y mi madre, fue la que más sufrió.
Lo peor es que la cosa no quedo
ahí; el último mes de estar ingresado, subí con mí cuñado a Barcelona para
visitarle y darle una sorpresa para su cumpleaños. Mi madre estaba allí durante
todo el fin de semana y otros de mis hermanos, por compromisos, no podían ir.
Había hecho lo posible para no faltar, pero le fue imposible. Entonces
decidimos ir con mi cuñado, en su viejo coche. A mitad de camino, el coche dejó
de funcionar. La grúa tardo más de lo normal y nos pudo dejar en el próximo
taller. Cogimos un taxi para el hospital. Ya era tarde. Mi madre no me esperaba
y esa noche ella regresaba a casa. Mi hermana y su marido se quedaban en
Barcelona, en casa de la madre de él. Mi madre, al verme, se enfadó muchísimo,
ya que no me esperaba ya a esas horas y se había quedado preocupada por
nosotros y por Sebastián, ya que tendríamos que a ver ido por la mañana. Casi
sin hablar, me cogió de la mano y empezó a dar zancadas hacía la parada del
metro, refunfuñando, estaba realmente cabreada, y aliviada a la vez. Una vez en
el andén, casi sin saber lo que estaba haciendo, dejé que mi madre montara y me
eche a correr hacia la salida. A lo lejos, vi como la puerta se cerraba y la
cara de mi madre desesperada. Regresé al hospital; esa noche se iba a quedar mi
tío, ya que mi padre estaba ausente, fuera de Cataluña por trabajo, que no pudo
rechazar; no le dieron el permiso porque mi hermano ya llevaba casi 8 meses
ingresado. Como dejaron los cabos atados, y sin remedio, había tenido que ir.
Pues mi tío al verme, me dio dinero, para que regresara a casa. Me acompaño a
la parada de autobús. No se iba a ir hasta que no me viera subir. Pues bien,
esa noche, tras llegar al destino, baje en la última parada e única, algo lejos
de mi casa; desde allí baje el puente que unía ambos pueblos. Entonces vi un
coche pasar, que dio la vuelta, se paró y me preguntó que donde iba tan solo y
que me podía llevar, solo si quería. Sin pensarlo, me subí al coche. Preguntó
mi nombre, mientras me tocaba la pierna. Le pedí que me dejara bajar, me entró
miedo, pero siguió conduciendo hasta un descampado y allí me violó. Me dijo que
no dijera nada, que si se enteraba que me había chivado, iba a ir a por mí. Me
dejó en uno de los cruces y caminé hacia mi casa. No me salía ni una lagrima,
estaba temblando. Llamé a la puerta, y abrió mi hermana. Me dio un bofetón; me
dijo que nuestra madre había llamado preguntando si había ya regresado, que
ella nada más arrancar el metro, se bajó en la parada siguiente y regresó para
atrás. Desde que mi hermano tuvo el accidente,
mis padres decidieron poner teléfono, que ya veríamos como lo iban a pagar,
pero que era necesario. Me preguntó qué demonios había pasado. No le contesté;
tan solo me puse a llorar y relaté lo que me había pasado. Mi hermana, sin
apenas saber qué hacer, llamó a Jesus, otro de mis tíos y me acompañó a la
policía. Allí declaré lo sucedido y entonces siguieron el protocolo. Me
llevaron al hospital, me hicieron revisión y vieron que lo que decía era
verdad. Otro duro golpe para la familia.
Mi hermano ya estaba en casa,
cuando yo ya llevaba unas semanas visitando al psicólogo. Mi madre cada vez
estaba más triste y mi padre la consolaba lo mejor que podía. Mi hermano y yo
nos sentíamos completamente solos, aunque sabíamos que teníamos el apoyo de la
familia, pero el dolor interno, que sentíamos cada uno, nadie lo podía suplir,
y él y yo, nos unimos en un mismo dolor. Pasábamos largas tardes juntos,
envueltos en largas lecturas, y tertulias. El me acompañó a varios juicios, dándome
todas sus fuerzas y yo le acompañe a sus rehabilitaciones. Nos dábamos ánimos
mutuamente y juntos superemos muchos peldaños. Al fin, tras largos años de
juicios y emplazamientos, salió la sentencia. Primero la suya, que ganó una
cantidad de dinero, suficiente, para al menos vivir lo mejor posible. Aquello no
le hizo feliz, ya que no le iba a devolver su vida anterior, pero al menos iba
a vivir sin pasar necesidades y cuando faltaran mis padres, podría contratar
una enfermera. La mujer tuvo la culpa, se saltó un stop, y tras visitarle una
sola vez al hospital, nunca más supimos de ella. Y eso que vivía en el barrio,
pero supongo que su conciencia no le dejó vivir.
Luego salió la sentencia de mi
juicio y solo le condenaron a diez años de cárcel, porque no fui el único niño
que violó. Ninguno de los dos lo celebremos, pero al menos nos sentimos algo
más aliviado.
A partir de ahí, mi familia
seguimos luchando día a día. A veces uno recae, pero está el otro para
apoyarle; a veces aún sentimos escalofríos al recordar todo, pero nuestra
unión, más que hermanos, fue para siempre. Junto a mis padres, familiares,
vivimos superando día a día todo lo ocurrido. Superando, juntos, los duros
golpes que la vida nos sentenció.
No está nada mal, pero como casi siempre tus historias son muy tristes, ya se que me has dicho que te es mas fácil escribir historias tristes, pero por eso mismo hay que esforzarse en escribir historias alegres.
ResponderEliminarA parte de esto, 2 cosas:
Has vuelto a recaer en lo del comencemos, sentemos,.... que creo que están mal dichas.
La segunda creo que y te he leído un final parecido.
Ya ves, hoy estoy un poco protestón.
Saludos de uno que te quiere,
Franek
Hola colega!! Me esforzare en escribir algo alegre. Sobre las faltas de ortografía, te doy toda la razón, cometo ese error, ya procurare no hacerlo más.
EliminarSobre el final parecido, quería hacer un experimento y no dio resultados.
Gracias por tus comentarios. Muxus
Quería saber algo mas de ti y después de leer esta historia (no soy ningún experto) es buena y con mucho sentimiento aunque triste creo que los pequeños fallos son los que te aran grande
ResponderEliminarBuenas! Supongo que sabrás que es ficción, aunque haya pasado y haya paralelismo con la vida real.
EliminarRespeto al tema de los fallos, no entiendo muy bien a que te refieres jeje.
Un abrazo