lunes, 18 de junio de 2012

EN MI VENTANA (FICCION)


Hace exactamente trece años desde que aquel hombre me violo por primera vez; yo tenía nueve años cuando ocurrió por primera vez; mi hermano se encontraba en el hospital del “Vall d’Hebron” ingresado por un terrible accidente de moto, causado por una incompetente que se saltó un stop; mi hermano iba en moto, con su casco, y salto por los aires varios metros; esta minusválido por culpa de aquella negligencia. Estuvo ingreso casi diez meses en aquel hospital y mis padres, y algunos familiares se quedaban allí junto a él; mi madre de vez en cuando bajaba y subía en el tren, para atender otras necesidades; en esos viajes, subíamos con ella, para visitar a mi hermano. Aquella tarde del sábado, no iba a ir, ya que el jueves por la tarde había estado, pero resulta que mi hermana y mi cuñado iban a Barcelona al mediodía, ya que éste tiene allí la familia. No sé porque, por una pelea entre ellos, salieron algo más tarde y en mitad de camino, en un recorrido de hora en coche, a mi cuñado, ahora ex cuñado, se le antojo parar a comer. Mi hermana le suplicó que si parábamos no tenía sentido que me subieran para el hospital, porque esa misma tarde mi madre volvía a bajar. Él hizo caso omiso y paró en un restaurante de carretera; tardemos más de la cuenta. Cerca de las seis y media me dejaron en la puerta del hospital; subí con temor a la reacción de mi madre, al verme a esas horas allí; el dinero no sobraba en casa, y otro billete de tren, bastante caro para aquella época, no sé (también por mi corta edad) si iba a ir bien ese gasto.
Entré en la habitación, donde se encontraba siete pacientes, entre ellos mi hermano, y mi madre estaba ya casi despidiéndose; mi tío aquella noche se quedaba con mi hermano. Al verme me dijo que porque había ido a esas horas y con quien había venido. Le intenté explicar lo sucedido, pero estaba tan enfadada que no le sentó muy bien; no sé si me creyó o no. Recogió la chaqueta y casi arrastrándome, salimos de la habitación. Iba refunfuñando, casi no la entendía; ya en la parada del metro subió al vagón y yo en un arrebato, idiota de mí, me baje corriendo haciéndole burla, gritando que volvía al hospital, que no quería irme con ella a casa. No dio a tiempo a más. Pasado unos minutos me di cuenta que había cometido un error; volví al hospital corriendo, sin saber bien lo que iba hacer o a decir; en aquella época no teníamos teléfono en casa, pero por suerte si mi vecina. Mi tío llamo para comentar que yo iba a regresar a casa en autobús; habló con mi hermana, la mediana, ya que la mayor seguía en Barcelona, pero no había manera de contactar con ella. Le dejo claro que me fueran a buscar a la estación, cerca de las once de la noche y que mi madre no se preocupara. No podía quedarme allí, porque no había sitio y él creía que era esa la mejor opción. No cayó en cuenta, ni mi hermana, que mi padre trabajaba en turno de noche, y que mis otros hermanos no estaban en casa (habían ido a pasar unos días con mi tía Virginia); vamos que nadie podía recogerme a la estación; no habíamos pensado en eso. Me dio dinero y me indicó a donde tenía que dirigirme para coger el autocar, ya que el último tren posiblemente no me daba tiempo a cogerlo. Me lo apuntó en un papel; me dio un abrazo y me dijo que tuviera cuidado. Regresé a la parada del metro, seguí las indicaciones de mi tío, pregunté a varias personas que me miraron con desconfianza. Llegué a la parada de autobús; no esperé demasiado. Me subí, mirándome con cara de extrañado, pagué mi billete y me senté. En el viaje iba pensando en mi madre, que tal estaría y esas cosas. El viaje en autocar era algo más de una hora, ya que tenía algunas paradas por los pueblos, así que calculé que llegaría un poco más tarde de las once.
Así fue, a las once y veinte minutos de la noche, llegue a mi pueblo; allí no había nadie.  No sabía si esperar algo más o irme andando para casa; no estaba muy lejos, pero si quizás para alguien de mi edad y más a esas horas. Ya no me quedaban monedas y tampoco me sabía bien el teléfono de mi vecina; tampoco eran horas para llamar; le di alguna vueltas más y decidí, que lo mejor era que regresara andando. Tampoco tenía más opciones; allí había un par de taxis, pero no me quisieron coger, ya que les dije que les pagaría al llegar a casa. Me miraron raro. Y no aceptaron la propuesta. El autobús que recorre varios pueblos, a esas horas ya no había, así que empecé a caminar.
Bajando por el puente, que une dos pueblos, y el camino más corto para llegar a mi casa, un coche, blanco, un Ford sierra viejo, paró, bajando la ventanilla. Un hombre, de unos cincuenta años, algo gordo, con bigote, me preguntó si quería montar con él, que me llevaba a donde yo quisiera. Le dije que no, que no hacía falta y continué andando; él arrancó y en la rotonda dio la vuelta. Me pitó un par de veces; hice caso omiso a su respuesta. No había dado ni diez pasos, cuando el coche volvió a pasar por la misma carretera. Más adelante se paro, bajándose del coche; estaba fumando. Me entró miedo, algo de pánico, y sin saber bien que hacer, me cambie de acera; empecé a caminar más rápido, pero ya era demasiado tarde. Cruzo a zancadas, agarrándome del cuello, sintiendo un cuchillo afilado en mi cuello. Con voz sarcástica me decía que me lo había pedido por las buenas; me empujó al asiento trasero. Con un botón centralizado, debía de ser uno de los primeros coches que los tenía, cerró las puertas.
Me llevo a un descampado; ahora me intentaba tranquilizar, diciéndome que me podía regalar lo que yo deseaba, dar dinero. Se sentó al lado mío; empezó acariciar mi pene, llevando mis manos al suyo. Estaba muerto de miedo, no sabía bien lo que estaba haciendo, me dio asco. Me bajó el pantalón, sin dejar de acariciarme. No decía nada. Acercaba su boca a la mía, bajando por mi cuello, y allí mismo me violó. Me dijo que no dijera nada a la policía, que no dijera nada a nadie, y así podía conseguir dinero fácil. Me dijo que me podía acercar a mi casa, que le dijera donde vivía. Con fuerzas le pude mentir, dándole una dirección falsa. Allí me dejó. Me escondí en el portal y como pude llegue a mi casa. Llame al timbre; abrió mi hermana. Mi madre estaba sentada en sofá, tomando una tila, con lágrimas en los ojos. Me preguntaba porque me había bajado del metro, que donde había ido, que como no me acordaba que mi padre estaba trabajando de noche… me derrumbé y le expliqué como pude, casi sin entender lo que había ocurrido, lo que había pasado en el descampado.
Mi madre me abrazó sin decir nada; nos dirigimos a casa de mi hermana mayor, que a esas horas ya había regresado de Barcelona. Busquemos a mi padre, y fuimos a la comisaria del pueblo a poner una denuncia; conté lo sucedido; no sé cómo pude acordarme de la matrícula del coche, fundamental para la policía, que casi hablándome como a un bebe, me hizo pensar en los números; se la pude facilitar; luego, tras declarar, me llevaron al médico y comprobaron que lo que yo decía era verdad.  El policía, un vecino del barrio, nos dijo que esto se iba a solucionar, que iba a ver juicio, que tendría que seguir unas pautas… no entendía muy bien lo que decía, eran palabras casi desconocidas para mí. Mi padre nos llevo a casa, con su amor nos calmó y rendido me quedé dormido.
Unos dos días más tarde, el mismo policía nos vino a buscar para llevar al cuartel de la guardia civil, ya que tenía que reconocer al agresor, en una rueda de reconocimiento; me acompañaron mis padres. Lo reconocí en seguida, no dude ni por un momento. El sargento, nos indicó que si me atrevía a decírselo en su cara, que no iba a poder hacerme nada, que no era obligatorio; no dude ni un segundo, como si de un adulto se tratara, en responder que sí. Mi padre me dijo que me lo pensara, que iba a ser duro. Quería hacerlo. Esposado, agarrado por dos guardias civiles, y con voz firme, le dije que él era el agresor.
Tras volver a firmar la declaración, nos comunicó nuestro abogado, que en unos meses recibiríamos noticias de él, ya que esto iba a ser lento; que le iban a soltar, ya que no tenía antecedentes. Mis padres montaron en cólera, y él solo asentía. Las cosas eran así y hoy en día continúan igual.
Los días pasaban lentos para mí. Del colegio regresaba a casa, y apenas salía solo; mi madre tuvo que hacer grandes esfuerzos para estar con mi hermano y poder cuidarme a mí. Y así día a día, casa, deberes, visita de amigos (en aquella época si tenía amigos), hasta que nos llegó una carta del juzgado, ya que debía de recibir gratuitamente asistencia psicológica antes del primer juicio (y único, porque a día de hoy no sabemos resolución alguna). Me acompañaba mi padre y al regresar a casa, mi padre ordenó a mis hermanos que no me preguntaran; yo ya salía algo más, pero con miedo a volver a encontrármelo. Fui durante un mes y tengo un vago recuerdo de las sesiones. Solo que me hacía muchas preguntas, me enseñaba dibujos (cosa que supe más tarde que eso no servía para nada) y me hacía escribir lo que sentía en cada momento. No creo que me ayudara mucho sus sesiones, pero era casi obligatorio, porque el abogado contó a mi madre que era para saber si decía la verdad o no; que muchos niños mienten para llamar la atención y como estos meses mi madre pasa mucho tiempo en el hospital… mi madre no entendía que si las pruebas médicas eran concluyente, ¿Cómo iba a mentir? Cosas de la jurisprudencia, ahora de mayor tampoco lo entiendo.
Antes del juicio, la violación se volvió a repetir; una mañana se me escapo el autobús que me llevaba al colegio. Me habían cambiado de colegio, forzadamente, ya que el mío ahora era un instituto y no hacían EGB. Como era de día, no tuve miedo de ir andando y la casualidad o no (más tarde me di cuenta que no fue así), hizo que me cruzara con él, casi en la misma situación que la anterior. Yo iba caminando para el colegio, iba a llegar tarde, y él iba con una furgoneta de reparto de género de punto. En el punto de encuentro paro delante de mí; me quede paralizado, no podía moverme del sitio, tenía miedo. Bajó rápidamente de la furgoneta y cogiéndome del brazo me empujó a la parte de atrás. Se repitió la historia; no sé a dónde me llevo esa vez. Me dejó tirado en la carretera antigua.
No sé cómo puede levantarme del sitio; como pude anduve en busca de la carretera principal; pasó un tractor, que al verme con la camiseta rota, con los ojos inflados y los labios partidos, me preguntó, con cierto nerviosismo, que me había ocurrido. El hombre se estremeció al oír lo sucedido; dio media vuelta y me llevo a su granja; llamo a la policía. Yo no acertaba con el teléfono de mi vecina. No tardaron en llegar; al reconocerme, mandaron una patrulla a mi casa; me llevaron al médico, estaba aturdido, agotado, porque aparte de la penetración forzada, me había reventado a ostias por contar lo sucedido. Le daba igual lo que le iba a ocurrir, así me lo hizo saber. Tuvo que declarar una vez más, casi sin fuerzas; Mi padre llegó con rapidez; mi madre se encontraba en el hospital. La guardia civil ya había detenido al agresor, y el juicio se iba adelantar.
Aquella noche a penas pude dormir; si cerraba los ojos le veía delante de mí. Mi madre volvió a enfermar, por el estrés, por los nervios. Una racha negra había planeado sobre nuestra familia, sin poder escapar de lo que nos iba sucediendo.
Al día siguiente, en casa, casi nadie había dormido. No fui al colegio durante aquella semana; nuestro abogado nos hizo una visita, comunicándonos una desagradable noticia: mi agresor quería hacer un pacto con nosotros, pagándome una cierta cantidad, que ahora no recuerdo, a cambio de negar lo que me había hecho. ¿Cómo iba aceptar aquella propuesta? No lo hice, ni aunque me hubiera dado todo el dinero del mundo. Él se alegro por mi decisión, aquella propuesta era mezquina, era asquerosa e insultante. Bastante daño me había hecho ya, bastante sufrimiento me estaba causando y a día de hoy me sigue causando, porque aquello jamás lo voy a olvidar. A parte de esta noticia, nos dio otra, que a día de hoy no logro entender; a través de la investigación, nos enteremos que había otros niños. De eso no tenían duda los adultos, yo casi no entendía lo que estaba ocurriendo; no es que no me diera cuenta, sino había palabras que no alcanzaba entender; pues bien, esos niños no iban a declarar, esos niños habían aceptado el dinero; ¿cómo unos padres podían aceptar que sus hijos retiraran la denuncia por unas míseras pesetas? El abogado, mis padres, incluyo yo, no entendíamos que no fueran a testificar, unirnos para encerrar a nuestro agresor. Mi padre intentó hablar con uno de ellos y la respuesta fue escalofriante: “no queremos meternos en líos” ¿líos? ¿Acaso es un lío denunciar lo ocurrido? No entendíamos lo sucedido, no entendíamos nada, pero no se pudo hacer más. Ellos no querían luchar, renunciaron a testificar.
El día del juicio llegó. Declaré detrás de un biombo, para que él no pudiera verme, ni tan siquiera cruzar una mirada conmigo. Estaba muy nervioso, pero contesté a todas las preguntas, sin dejarme detalle, derramando lágrimas tras recordar las dos violaciones. Algunas preguntas fueron demasiado duras, incluso su abogado, intentó tacharme de mentiroso, preguntando una y otra vez, por las horas, días, momentos… pero no caí en su juego, supe responder a todo porque contaba la verdad. No sé cuando tiempo estuve en la sala, pero se me hizo eterno. Al salir, abracé a mis padres con fuerzas, lloraba desconsoladamente. Necesitaba salir de allí; necesitaba olvidar todo aquello, cosa que sabía que me iba a ser imposible. Ya por la tarde, nuestro abogado nos dijo que él iba a seguir en la cárcel, pero no sabía por cuánto tiempo más; que la sentencia iba a tardar, sin saber el tiempo en concreto.

Ha pasado unos años desde que mis padres hablaron por última vez con el abogado; había terminado el colegio, y empezado el instituto. En medio del caos que se había convertido en mi vida, me encontraba totalmente solo. Casi nadie del barrio sabía lo sucedido, al menos por mí, pero mi mejor amigo de entonces, me confesó que el hijo del policía le había contado lo que me había ocurrido; él me preguntó si era cierto. Le confesé que sí, y desde entonces poco a poco me fueron dejando de hablar; casi nadie me creía. No entendía su comportamiento, ni el del resto de la pandilla; me fueron dejando de lado, me sentía completamente solo, me insultaban llamándome “maricón”, que seguro que yo me había dejado violar… aquellos años fueron muy duros; la crueldad de aquellos, que antaño fueron mis amigos, hicieron mella en mí. Hacía tiempo que había dejado de ir al psicólogo y me refugie en mi soledad, me refugie en las clases, en mis libros, en mi habitación, en estar con mi hermano, que una vez instalado en casa, tras la salida del hospital, pasaba mucho rato con él. Los dos estábamos dolido por todo lo que nos había ocurrido; él nunca iba a caminar, empotrado en su silla; nos entendíamos a la perfección, nos ayudemos mutuamente, pero para ambos nunca fue suficiente. En casa, junto a mis padres, vivíamos él y yo; mis hermanos se habían casado, la mayor divorciada, pero seguía viviendo en aquel piso que con tanta ilusión pudo comprar. De vez en cuando me quedaba solo en casa, ya que mis padres, junto a mi hermano salían los fines de semana hacía la costa. A mí no siempre me apetecía ir, necesitaba estar totalmente solo, hasta que ocurrió lo de aquella noche.
Yo tenía casi quince años; el abogado nos había visitado a escaso a una semana de mi cumpleaños, contándonos que había soltado a mi agresor, y que todavía no sabía nada de la sentencia, que tuviéramos paciencia, que la justicia es lenta y que no se ha podido hacer más para que pasara más tiempo en la cárcel; que seguiríamos en contacto. Preguntó por mí, y mis padres no supieron bien que responder; lo hice yo, contando que me sentía mucho mejor, mintiendo en algunas cosas, porque no quería ver sufrir más a mis padres. Aquella noche a pena dormí; me pase la noche leyendo, pensando en si me lo iba a volver a encontrar. Intenté no pensar en eso, refugiándome en mis cuentos, en las batallas ganadas, en lo poco que sonreía desde entonces, pero lo suficiente para ver a mi madre más tranquila de lo habitual. Mi  hermano y yo habíamos sufrido mucho, pero mis padres también; se merecían un gran descanso.
Semana después, mis padres, junto a mi hermano, marcharon un fin de semana a la costa. Yo decidí quedarme, tranquilizando a mi madre que iba a estar bien, que iba a cerrar con llave las puertas, que ya era hora de que volviera a la normalidad, que no podía estar viviendo con miedo y que por la noche, si hacía falta me iba con mi hermana. Ese fue mi error, no haberme ido con ella, porque aquella noche realmente pasé mucho miedo. La persiana del almacén, no la había abierto en todo el día; mi casa es planta baja y en frente teníamos grandes campos de trigos; abríamos el almacén todos los días, para que nos diera bien el aire; mi padre, cuando descansaba, se sentaba en la vieja mecedora, y allí pasábamos muchas tardes la familia. Yo la cerré con sus dos cerrojos y con llave sin abrirla durante el fin de semana. El sábado por la tarde salí con mi hermana a comprar; me dijo que si no quería irme a su casa a dormir; le contesté que no, que no hacía falta, que estaba bien. Ya por la noche, me preparé la cena, me puse la televisión y más tarde me fui a mi habitación a leer; como hacía un poco de calor, tenía la persiana entre abierta, y la ventana entre abierta. Encendí la luz de la mesita, y me dispuse a leer. Estaba tranquilo hasta que oí el primer ruido, golpes en la persiana; al primer golpe lo achaqué al viento. Cerré la ventana de golpe, sin moverme a penas de la cama. Luego fueron golpes seguidos. Apagué la luz y me levanté con cuidado; me dirigí hacía el almacén; si subía por la escalera que me llevaba al porche podría ver quien era; pero no me atreví. Los golpes cesaron; eche el cerrojo en la puerta de la cocina. Me metí en la cama temblando. Se me olvidó cerrar la persiana de la ventana; cuando me iba a volver a levantar para cerrarla de nuevo, vi una silueta tras ella; pronunció mi nombre. Era él, mi agresor, estaba allí tras mi ventana, golpeándola, diciéndome que le abriera. Le grité sollozando que iba a llamar a la policía; me respondió que era imposible, ya que no tenía teléfono. Que me había vigilado, que sabía todos mis movimientos y en cuanto pudiera iba a matarme. Empecé hacer ruido para no oírle, para intentar levantar algún vecino; de pronto silencio, pasos lejanos y el ruido de un motor viejo.
A la mañana siguiente, alrededor de las nueve, abrí la puerta para irme a casa de mi hermana y contarle lo sucedido. Al abrir la puerta, vi el Ford sierra en la puerta; cerré de golpe, pero ya era demasiado tarde; él se había escondido y pudo entrar. Me tiro al suelo, me golpeó la cara, diciendo que sabía donde frecuentaba, a que instituto iba, y que yo iba a ser maricón como él, o mucho peor… me golpeaba, tirando todo por el suelo; aquello alertó a mi vecina, que pudo llamar a la policía. Alertado por mis vecinos, que empezaron a llamar al timbre, intentó taparme la boca; le mordí con fuerzas, aunque el miedo me había paralizado, no sé cómo pude hacer eso. Aunque pudo huir con el coche, fue de nuevo detenido.

Ahora tengo 23 años y esa fue la última vez que me tocó, pero no la última vez que le vi. Tras aquello, los siguientes años solo salía del instituto a casa; sin amigos, sin nadie con que contar, excepto con mi familia, mi vida estaba vacía. De vez en cuando tenía pesadillas, de vez en cuando pensaba si en mi homosexualidad me ha influido él. Soy homosexual, y fue duro reconocerlo, duro por partida doble; miedo a lo que dirán, aunque así me habían llamado desde pequeño, miedo a que él de alguna forma lo supiera, miedo a que de mayor me convierta en un monstruo como él. Miedo en desear a menores, miedo a estar solo, a no encontrar pareja, a vivir encerrado. Había intentado un par de veces suicidarme, pero realmente no deseaba eso. No era feliz, no sé si algún día conseguiré serlo.
Ahora tengo carnet de conducir, y trabajo en una oficina en un pueblo de al lado; he conseguido un pequeño estudio y me he independizado; me lo recomendó mi psicóloga, que tras el último incidente volví a ir; en el trabajo a penas hablo con los compañeros; soy muy reservado, muy tímido, porque me da miedo que averigüen lo sucedido y me echen a mí las culpas. La psicóloga me está ayudando, pero quizás no es suficiente para mí. Una de las tardes, tras salir del trabajo, me dirigí a mi estudio; me cruce con un par de vecinos, cuando le vi salir por la puerta, con su mujer, sonriendo junto a uno de sus hijos. Me miro fijamente, guiñándome un ojo. Me quedé plantado allí, sin poder moverme; no sé cuantos segundos estuve así; al reaccionar, sentí su aliento en mi nuca. Me había agarrado por los brazos y al oído me dijo: “tranquilo que ya no me interesas, ya no eres aquel niño que viole hace trece años; ya puedes ser feliz, como lo soy yo”. Escuche el grito de su mujer, que le llamaba,  y antes de irse continuo “¿ya has podido follar, maricón? Si sé que lo eres, espero que disfrutes de los niños como yo lo hago… un besito para tu culo y tranquilo que mi polla ya no lo rozara más”. Se marchó sin más, riéndose.
Nunca más se volvió a dirigir a mí, a pesar de que la puta casualidad hizo que me lo encontrara en otras ocasiones; mi reacción siempre era la misma, paralizarme de miedo, quedarme quieto en el sitio, fuera donde fuera. Llegar a casa, llorar y tener pensamientos de suicidio. Desde aquella primera vez, supe que nunca iba a ser feliz.






2 comentarios:

  1. Asier, está bastante bien, ¿Pero por qué siempre tus relatos tienen que ser tan amargos?
    Lo peor de todo, es que seguro que alguien ha sufrido eso en sus carnes y la justicia es asi de mala.
    Esperemos que algún día cambie.

    Un saludo colega,
    Franek

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias. Porque no me salen felices o positivos, es mas difícil. Es mas fácil escribir de lo negativo, hay mas "ricura"... También porque los relatos suelen ser tristes, jodidos, amargos...

      Un abrazo

      Eliminar